Katamari Damacy REROLL

Esta review contiene un megasploider hacia el final. Sí, no es más que un juego en el que empujas una bolita y enrollas cosas, pero tiene truco. Si ya habéis jugado o no vais a hacerlo, p’alante como en Alicante. En caso contrario y como no tengo ni idea de cómo escribirla sin, haced lo que os dicte la conciencia. Tampoco es para llorar. Pero yo votaría por importarlo ($20, oiga, se nota que no son europardillos), chipear la PS2 o procurarte una de la zona pertinente, jugarlo de principio a fin y finalmente leer la reseña, y luego mandarle un jamón al redactor, o a ti misma si estás jamona. Vale la pena, porque disfrutarás mucho más de su lectura. Los maricas pueden leer el último párrafo a modo de recopilación y para babear un poco, que es spoiler-free.

Vale. Suele decirse que el juego que nos ocupa consiste en hacer rodar una bola absorbiendo objetos y evitando obstáculos, y las comparaciones con Marble Madness o Super Monkey Ball están al orden del día. Y a primera vista ya es más o menos lo que parece (aunque los ejemplos no podrían ser más desafortunados). Pero no. Katamari Damacy se desarrolla alrededor de un solo concepto, uno solo, y por mucha seda y lacitos de colores que le pongan es un pura sangre. Y el concepto es el crecimiento.

En primera instancia parece poco más que un truco, una artimaña de un tío listo en marketing al estilo de la revolucionaria innovación anual de las sagas deportivas de EA. Al cabo de un par de horas se revela como la idea central del juego; es más, su razón de ser. Hacia el final, casi lo devora.

Pero todo a su tiempo. En primer lugar: es un ejercicio de programación soberbio. La base es simple: un objeto, bajo nuestro control, es capaz de absorber otros objetos de un cierto tamaño y crecer en el proceso, de modo que eventualmente será capaz de absorber objetos de mayor tamaño que anteriormente actuaban como obstáculos; el universo en que se desarrolla el juego consta, pues, de muchos objetos de varios tamaños (y formas) que debes recoger gradualmente. Simple, brillante, sobre el papel. Abre un mundo de posibilidades jugables, de las que sólo han terminando explorando una parte.

Lo interesante es que lo han llevado al extremo, porque el concepto de marras lo es todo y pide una burrada en términos de motor. Crear un mundo y una física en la que una esfera de un centímetro de diámetro pueda engullir cualquier objeto (cientos, miles), paso a paso e incrementalmente, hasta llegar a varios metros de diámetro, es una tarea extraordinariamente compleja aún en su variante más elemental. Y ojo, que esta implementación particular no tiene nada de elemental. Todos los objetos del mundo de Katamari Damacy, desde una canica hasta una isla, pasando por arañas, personas, elefantes, hasta coches y casas y todo lo que lleven dentro, y aviones, montañas y nubes, todos pueden, potencialmente, engrosar tu pelotilla, y afectar con sus respectivas formas la manera en que se mueve. Sin entrar en lo que supone en términos de diseño de niveles y demás chorradas videojuegueras, a nivel de programación pura y dura, es una empresa suicida. Y lo han logrado. Hay errores y cosas a medias, por supuesto; la cámara tiende a colocarse en ángulos imposibles, la detección de colisiones y el clipping tocan bastante las narices (llegando en ocasiones al surrealismo), y hay inconsistencias a cada tres pasos. Sin entrar en limitaciones básicas como el hecho que todos los objetos tienen la misma consistencia: son duros como una barra de acero. Cosas comprensibles, dada la envergadura del proyecto y los compromisos que han tenido que asumir. Pero… funciona.

Volvamos al principio. La idea central es empujar una bola, el katamari, al estilo del escarabajo pelotero, a través de escenarios llenos de objetos de muchas formas y tamaños. El katamari tiene la capacidad de torcer las leyes de la física elemental y absorber cualquiera de esos objetos al entrar en contacto directo con ellos, siempre que sean de tamaño inferior al suyo; en caso contrario actuarán como obstáculos. El objetivo suele ser, por supuesto, hacer crecer el katamari por encima de un cierto diámetro dentro de un cierto límite de tiempo, al estilo de una bola de nieve: primero los objetos más chicos y luego los más grandes. El esquema de control está en la línea del resto de atributos de Katamari Damacy, es original, simple y bizarro: utilizas (exclusivamente) los dos sticks analógicos del dual shock para mover el katamari como si de un tanque se tratase, moviendo la oruga izquierda con el stick izquierdo y la derecha con el derecho. Sólo que no hay orugas; es una pelota. Moviendo los dos sticks (a la vez) hacia adelante o hacia atrás nos desplazaremos en la dirección pertinente, y para girar deberemos mover un stick hacia adelante y el otro hacia detrás, a grandes rasgos. (Moviendo ambos hacia la izquierda o la derecha nos desplazaremos lateralmente, lo que rompe con la analogía del tanque.)

El concepto es simple e intuitivo, amén de original. Su mecánica, control y objetivos también. Hasta aquí, más que un videojuego parece un oscuro experimento de programación de un departamento progre del MIT. De ésos que en ocasiones terminan apareciendo en slashdot por su similitud con los videojuegos y sus posibles “aplicaciones pedagógicas”. Y de hecho nació en una universidad, una que tiene, para nuestro regocijo, lazos institucionales con Namco. Y en una época en la que casi todas las casas de software se dedican a seguir la receta al pie de la letra una de las compañías con más pedigrí del sector tira para adelante un juego que no encaja en ninguna categoría establecida, que explota una improbable idea que requiere de un motor improbablemente complejo.

Y lo hace con unos valores de producción altísimos. Y con buen gusto, a secas. Katamari Damacy es uno de los videojuegos con más clase y encanto que recuerdo. Hablemos de la historia. Un juego así no la necesita, no suele tenerla, ni es importante. Sí lo es. El planteamiento, los diálogos, las cutscenes, todo es deliciosamente bizarro, dulce pero con un punto de maldad. El ‘Rey de Todo el Cosmos’ (traducción libre), un improbable personaje que habla en frases entrecortadas en plural real y con coloritos y corazones, ha destruido las estrellas en una orgía de alcohol y drogas que haría enrojecer al propio Hunter S. Thompson. (Esto fue escrito hace unos días. Descansa en paz, cabronazo.) Y tú, el ‘Príncipe de Todo el Cosmos’, un personajillo con forma de martillo verde y patitas moradas, deberás reconstruirlas, a base de enrollar lapicitos, coches, párvulos, petroleros, elefantes, campos de fútbol, pulpos mutantes y superhéroes, lo que esté más a mano, y enviarlo al cielo para conformar nuevas estrellas.

¿Surrealista? No necesariamente. Veamos, ¿qué forma una estrella? Como todo el mundo sabe no son más que hidrógeno fusionándose con helio, y según envejecen y dependiendo de su masa van subiendo en la tabla periódica hasta llegar a hierro, momento en el que todo se va al carajo y ¡BOOM!, supernova. Las estrellas de menor masa no hacen ¡BOOM! así como en Batman pero siempre terminan esparciendo material espacial. De los escombros de esas explosiones se forman los sistemas solares y todo lo que hay dentro; por eso se dice que cada átomo de nuestros cuerpos fue parte de una estrella. Sólo hay que devolverlos ahí arriba, como buenos hinduístas. Algo que probablemente no supieran los propios creadores del juego, ¡pero aquí está gamerah para arreglarlo, baby! *

Objetos. Podrían ser bloques cualesquiera; lo serían en el escenario MIT. Pero en Katamari Damacy no sólo son objetos reconocibles, sino que tienen (todos) un cierto carácter, a través de una estética de dibujos animados con modelados lo-poly tipo Rebecca Allen circa 1980 y ciertas reminiscencias a Lego y (más) a Playmobil. Son genuinamente encantadores, desde los criajos hasta las setas gigantes, pasando por Ultraman y un rip-off de Godzilla. ¡Y sus sonidos! Todos los objetos emiten un sonido característico cuando los recoges. Las arañas hacen un ruido tan desagradable como ellas mismas, y las ratas emiten un chirrido que da penita. Los niños gritan, a medio camino entre el horror y la fascinación. Y las vacas, y los peces, y las ballenas. Las piedras no hablan, pero el ploc con el que las arrancas de la tierra suena sólido, satisfactorio. Los teléfonos suenan, y los flotadores emiten el inconfundible sonido plástico de un… flotador. Y cuando arrancas un edificio de su base, oyes decenas de gritos desesperados, teléfonos, faxes. Es desgarrador. Estos objetos son los que le dan personalidad al mundo, lo hacen tangible, real.

Y más. La música se merecería tres párrafos; no sería exagerado afirmar que es la mejor banda sonora “tradicional” compuesta para un videojuego. Y digo tradicional porque está compuesta con instrumentos y voces tradicionales, porque podría venderse en un CD sin avisar de su condición de banda sonora, pero que es tan surrealista como cualquiera de los demás apartados. El CD con la banda sonora es… extraordinario. Y aunque no sea de tu agrado (es muy… ¿japonesa? rara, a secas), la cantidad de horas y amor puestas en ella no pasa desapercibida. Y los créditos, con uno de los mejores endings que he visto/escuchado. Y los menús planetarios, que casi te retienen sin jugar. O la pantalla de selección de partida, que es brillante. Y la portada, de las mejores que recuerdo. Y el manual. Hasta la pantalla de carga. Hasta la colección de wallpapers en la página de Namco. La presentación es exquisita.

Y lo más extraño, y loable, es que todos estos aspectos, el estilo gráfico, el diseño de personajes y objetos, el argumento y el texto, la música, los fx, la presentación, los menús, incluso el control y por supuesto el juego en si, trabajan en la misma dirección, siempre con sencillez y cariño, y magnifican el efecto global. El resultado es un éxito incontestable, en crítica, público y si no voy mal encaminado, en ventas.

Y hasta aquí todo perfecto. ¿No? No.

Volvamos a la programación. No sé qué es más sorprendente, el logro de la implementación o el propio planteamiento del propio reto. En lo que concierne a la implementación, funciona, y ya es mucho. Pero hay un par de impedimentos físicos que no consigue superar y que inciden directamente en la mecánica del juego. Por ejemplo: es obvio que a medida que el katamari crece, es imposible guardar toda la información correspondiente a los objetos que lo forman; algo que solucionan fusionándolos y guardando sólo la información de los de las capas más externas. Todo diseño debe aceptar una serie de compromisos, y en principio parece una solución eficiente. Pero, ¿qué pasa con lo de despegarse? Según la introducción, cuando el katamari golpea contra un obstáculo que todavía no pueda absorber con una fuerza excesiva, perderá algunos de los que ya son parte de su ovillo. Y sucede. Pero no más que uno o dos, la penalización es ridícula, un elemento secundario en la lucha contra el crono. Nunca sales perdiendo. Y lo que podría ser un ejercicio de habilidad al estilo de Super Monkey Ball (¡un Super Monkey Ball al cuadrado!) se convierte en un festival de autos de choque.

El segundo es mucho más importante: el efecto bola de nieve. A medida que el katamari crece, puede absorber no sólo los objetos de su propio tamaño, sino lógicamente de tamaño inferior. Aquí existe, por supuesto, otro compromiso a nivel de programación: los objetos más pequeños desaparecen cuando llegas a un cierto tamaño; no tiene sentido que el motor dibuje ni procese lápices cuando estás absorbiendo rascacielos, con sus docenas de despachos, cientos de oficinistas y miles de lápices. De hecho, sólo una pequeña parte del mundo que ves cuando logras un katamari lo suficientemente grande como para cruzar el mar es accesible con uno de chico. Sólo puedes entrar en una o dos casas, y hay cientos de rascacielos. Pero me estoy desviando.

El mundo de Katamari Damacy es absurdo. Las casas están llenas de material de oficina y gominolas desperdigados sin criterio, llenas hasta los topes de objetos inservibles en los lugares más inesperados; hay pastelitos y pelotas de tenis espaciados regularmente alrededor de los árboles en el parque, hay setas gigantes, luchadores de sumo bailando en los tejados, pulpos tamaño Julio Verne, ballenas que saltan como delfines, monstruos, superhéroes y conos de doce metros de alto, todo distribuido mediante una extraña lógica que sólo tiene sentido en dicho mundo. Pero, a pesar de todo, es igual al nuestro. Las pelotas de tenis son pelotas de tenis, los coches son coches y los rascacielos, rascacielos. Esa familiaridad es parte de su atractivo, te ayuda a situarte, a discernir el tamaño de las cosas y el del katamari, y a memorizar lugares y rutas. Pero no es un mundo apropiado para enrollarlo alrededor del katamari, no para el enfoque que han querido darle al juego.

Veamos, hay algunos retos imaginativos; pruebas de habilidad que consisten en esquivar un cierto tipo de objeto, o una muy graciosa que se basa en la intuición, en la que tienes que hacer crecer el katamari hasta un tamaño que sólo se te muestra, gráficamente, al principio del reto. Pero la práctica totalidad de las fases son contrarreloj: hay que llegar a un cierto diámetro en un cierto tiempo. El tiempo lo es todo. Y debe serlo, ya que sin límite de tiempo, no hay nada que te impida absorberlo todo, paso a paso. Y aquí es donde falla.

Pongamos que en un escenario debes crecer desde un centímetro hasta un metro y medio en diez minutos. Pasarás un buen rato absorbiendo material de oficina, pelotas de tenis, dados, ratas, moviendo los sticks frenéticamente y trabajando contra el crono. Luego vendrán los cubos de plástico, los soldaditos de madera, los tiestos y sus flores, moviendo los sticks frenéticamente y trabajando contra el crono. Y para cuando queden dos o tres minutos, o bien ya sabes que no lograrás llegar a la meta, o bien estarás ya agarrando críos de un metro de altura uno tras otro, el objetivo cumplido con creces y siguiendo adelante por pura avaricia.

Y es bastante aleatorio. El diseño de niveles tiene giros interesantes: objetos ocultos, pasadizos, zonas sólo accesibles dado un cierto tamaño… pero siempre hay algo que recoger, sea cual sea tu tamaño y estés donde estés, y los escenarios se reducen a un montón de objetos desperdigados sin ton ni son. Hay unos pocos desniveles, delimitados por conos, presumiblemente inaccesibles hasta que llegas a un cierto diámetro (descrito en los mismos conos), pero que actúan más como una restricción espacial para no marearte que un paso obligatorio en la evolución del katamari. Entiendo que el diseño de niveles, más que malo, es imposible, dada la envergadura del juego y sus ambiciones.

Lo que sale es un juego democrático, que no depende en exceso de tu habilidad o capacidad de memorización, ni siquiera de que hayas cogido un pad antes. No presenta otro impedimento que la heterodoxia del esquema de control, y en una hora manejarás el katamari como si hubieses pasado la mili manejando tanques. Consecuentemente, es bastante fácil, y muchas misiones salen a la primera.

Es… un mal arcade.

Dado ese planteamiento de arcade frenético, deberían haber implementado unos decorados más coherentes. Una tarea dantesca (niveles dentro de niveles, dentro de niveles), pero realizable limitando (mucho) los objetos a recoger, imponiendo barreras y pasos obligatorios, y en general reduciendo el espectro de cada partida para tratar con pequeños escenarios a cada vez. Un híbrido entre exploración y arcade. Entiendo que no lo hayan hecho, sería capar el experimento. Alternativamente, podrían haberse centrado en objetivos diferentes, o por lo menos diversificarlo un poco más. Los minijuegos descritos anteriormente son interesantes (aunque un par están mal diseñados).

Tal vez por ello han tardado más bien poco en anunciar una secuela de un juego que es tan especial que por romanticismo bobalicón debería ser único. Y que haya vendido como churros tendrá algo que ver, también. Pero en la fase final todo se va un poco al carajo, y me dice que lo deberían haber dejado ahí. Y esto es el megasploider.

El Rey de Todo El Cosmos te ordena reconstruir la Luna. Cualquiera se niega. Quiere que conviertas un katamari de un metro en un conglomerado de trescientos metros de diámetro en menos de veinticinco minutos. Trescientos metros. En la misión anterior fueron treinta, y ya era algo enorme.

Bien, me salió a la primera. Empecé con frutas, pelotas y grapadoras. Pasé a las papeleras, gatos y perros, y luego a los carteles, los paraguas y los niños. Luego empecé con los adultos (había muchos en el campo de béisbol), las carretas de feria, las vallas. Y luego los coches, y con saña, por haberme golpeado tantas veces. Eventualmente, los árboles, la mayor barrera natural. Arrancar un pequeño bosque, de golpe, es una sensación única. Luego vinieron las casas pequeñas. Eventualmente, los barcos. Luego, los rascacielos. Pasé de los trescientos metros con tiempo de sobras, y empecé a absorber montañas. Un aeropuerto. Islas. Las nubes. Tornados.

El arco iris.

Cuando el reloj llegó a cero, trataba de mover una imposible mole de setecientos noventa y cuatro metros de alto para engullir las últimas islas, poco más que puntitos sobre el mar. Lo veía todo desde tan arriba que la niebla cubría todo el escenario, y el katamari, saciado, era prácticamente inmaniobrable. No había ningún objeto en pantalla de un tamaño comparable, sólo restos, despojos. Y agua. En un par de minutos más, habría engullido el mundo entero.

Así termina. Es la culminación de todas esas imperfecciones en el diseño. (También es una señora catarsis videojueguil, pero me temo que eso es cosa mía y que terminar el juego a las cinco de la mañana en un arranque más de insomnio tiene bastante que ver.)

Pero básicamente, me lleva a pensar que lo que tenían en mente sus diseñadores no era un buen arcade, ni siquiera un buen videojuego, en el sentido clásico del término. No hay concepto de reto, les falta mesura y saber hacer. Y hablamos de Namco, señores. No hay que explicarles cómo hacer faltas a los italianos. Es uno de esos juegos que salen muy de vez en cuando que llamamos “originales”, con un concepto simple, una ejecución simple, un control simple. Juegos perfectamente definidos; se definen a si mismos. Muy Pikmin. Y con una ejecución imperfecta, tal vez por querer ser videojuegos. Muy Pikmin, sí. Por eso mismo, y por lo del punto anterior, y por su atractivo estético, es uno de los mayores exponentes del “juego social”. Cualquiera podría pasar un rato con él, incluso los más reacios al videojuego consolero.

Dura dos o tres días. Hay algunos coleccionables con los que tunear al Príncipe (la camisetita rosa y la guitarra a la espalda son monísimas), un modo versus que no he probado y… ya. No me atrae especialmente revisitar los primeros niveles ya sin el factor sorpresa, y el último… ¿para qué? Deja un regusto amargo, y siempre terminas en la misma situación, metro arriba metro abajo.

No sé que buscan con la secuela. Tal vez sea algo radicalmente diferente, un juego medido y encorsetado que premie la habilidad y/o la memorización en la lucha contra el crono. Tal vez tiren a por la faceta social y se olviden del reloj, en favor de los minijuegos. Tal vez lo lleven más allá si cabe y te comas el planeta entero; tal vez sea más de lo mismo. Supongo que será más de lo mismo, con algo más de oficio en los primeros niveles, más decorados y un motor algo depurado, aunque poco podrán hacer a estas alturas de los 128 bits consoleros.

Concluyendo. (Este es el último párrafo al que aludía al principio. Mariquita.) Katamari Damacy es un videojuego creado por alguien que no juega ni ha jugado a videojuegos, maquillado como mejor han podido desde una compañía veterana y con oficio. Es extraño. Superlativo en su estética, simple en su dinámica, fácil, democrático, y atractivo como pocos. Divertido, si no buscas un reto. Terapéutico, a su manera. Es extraordinario que en una época en la que la amplia mayoría se dedica a seguir la fórmula letra por letra alguien se atreva con un concepto tan brillante e improbable, y más todavía que consiga un resultado tan… distinto. Y que luego lo publique. Por su sentido de la estética, porque es de lo más original en años, por los personajitos Playmobil de las cutscenes y los monólogos del rey, por la introducción pythoniana (léase Gilliam), la música y los efectos de sonido, el control con los sticks, el mejor menú de selección de partida que soy capaz de recordar, y los menús planetarios. Porque en un mundo ideal, o un poco más ideal que el nuestro, podrías prestárselo a tu madre, a la vecina cachonda de al lado y a tu profesora de piano. Y porque el final hay que vivirlo, o intentarlo. No puedo ofrecer garantía alguna de que vaya a gustar, es… demasiado suyo. Pero deberías probar Katamari Damacy, tiene mucho que ofrecer.

Por mi parte… Ho, ha, ho! Danke Schön, N-A-M-C-O.


* Crédito al Instituto Físico de GAmerah (también conocido como la FIGA en los entornos gamerihles catalanoparlantes). Y recuerden: you read it here first!

4 comentarios

  1. "...chipear la PS2..."

    hey.... uhmmm... aquí hay algo que no concuerda...

    • Gordo, ¿no estarás insinuando que Gamerah recicla reseñas de hace 14 años, verdad? porque... en ese caso, eh... por supuesto que no es cierto, ¡claro que no!

    • es un chipeo de ps2 METAFÓRICO, que es que hay que explicar todo.

  2. Nadie se ha quejado, no sé qué insinuáis.

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