Hitos del pajerismo: Las ramificaciones culturales de las narrativas de género reminiscente

Ensayo sobre la urgencia

Los videojuegos son a la vez anticlímax y un largo viaje donde lo que importa son los amigos que hicimos en el camino.

Pues, solos ante el amargo final, los videojuegos van de contar historias.

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Os contamos una historia, va. Vamos cada día andando al curro. Una hora. Vivimos en la frontera con Barna y la redacción de Gamerah está en plena Diagonal pijales.

Sí, somos polacos e indepes.

Pero más al caso, eso significa que alrededor de nuestra casa solo hay bares sucios donde van los obreros y los borrachos insomnes a echarse el primer sol y sombra del día, y que nuestro curro está situado en un paraíso de cafeterías chic donde se reúnen multitud de modernuzos y de señor@s muy bien arreglad@s a saborear un expreso delante de su portátil, como preludio de una interesante jornada de trabajo.

Nosotros somos de levantarnos de la cama, darle un beso a Pepe, ducharnos, vaso de agua, dientes y al curro.

Así que a veces pasa que durante nuestro obligado paseo matutino, nos damos cuenta de que nos estamos cagando.

Y claro, dada la situación de nuestra casa y de nuestro centro de trabajo, al igual que se va produciendo una escalada gradual que va de la inmundicia al lujo sofisticado en cuanto a la calidad de los garitos… pues lo mismo pasa con los baños. Obvio.

Después de un par de años de rutina matutina, tenemos una suerte de Guía Michelín en la cabeza de cagaderos convenientemente ordenados que van desde el primo del retrete más sucio de Escocia de la peli de Trainspotting hasta los aseos esos monines de Ally McBeal, donde prácticamente vivían todos en esa serie. Serie que nuestra chica veía mientras estábamos en la habitación haciendo cosas de hombres. Igualmente no hemos visto Dawson’s Creek y no estamos viendo The Crown con Diana y Dodi.

Podríamos contaros sobre sitios donde la urgencia nos ha llevado y lugares para los que nos hemos obligado a esperar un par de cuadras sabedor de lo que nos espera. Pero lo de hoy ha ido más allá.  Hoy hemos traspasado fronteras que nunca creimos que transitaríamos para acabar cagando a menos de cinco minutos del curro.

Cuando ya pensábamos que aguantábamos hasta el despacho, nuestro cuerpo se ha plantado y le ha dicho al cerebro, oye, a partir de ahora manda el ojete y tenemos un puto minuto para solucionar esto.

El pánico se ha apoderado de nosotros como se apoderó de la tripulación que acompañaba a Cristóbal Colón en su aventura de alcanzar las Indias Orientales. Si la tierra era plana en cualquier momento podíamos acabar derramándonos, como una historia que emerge naturalmente a partir de los confines que el jugador marca pulsando un botón. Cual mensaje de Twitter, nuestro intestino estaba al límite de caracteres. Nos ibamos a echar a llorar y proceder a cagarnos encima (no necesariamente en ese orden) cuando de repente, cual hermano Pinzón asomando desde la atalaya, nuestro mojón ha visto tierra. Ahí, en medio de la interminable manzana que va desde Balmes a Passeig de Gracia, había una cafetería con un cartel gordo de letras rojas que no sabemos ni cómo se llamaba. Nuestro cerebro solo leía WC. Nos hemos pedido un café, nos hemos esperado a que nos lo sirvieran, nos hemos ido a una mesa, y hemos localizado unas escaleras que bajaban hacia lo que el cartelito de aseos prometía. Y al llegar abajo nos hemos dado cuenta de que lo que hoy hemos conseguido es un hito de tal magnitud que no creeemos que podamos superar ya nunca más.

Joder, ¡qué baño!

Increíble. Grande, lujoso, limpio, convenientemente perfumado, bien iluminado, con un negro impecable ofreciéndonos toalla y colonia. Cuando hemos abierto la puerta del cubículo (por decir algo, aquello era realmente grande), hemos tenido que parar un momento a observar la pedrería del fondo. Unos mosaicos, un buen gusto… casi nos cagamos encima observando la decoración.

Y el café estaba rico, la verdad.

Todo tiene un precio. El jugador paga con su tiempo, o su dinero, o lo que el cineautor norteamericano Steven Spielberg, director de «Tiburón», llama «dólares».

El café nos costó 1,85. Así estaban los baños. Con cuatro cafés al día, los pagan. Hubiéramos pagado… hasta 9,99. Si nos piden 10 nos cagamos en la puerta.

¿Es eso mucho? Depende los prejuicios inconscientes, los unconscious bias, del jugador. No importa cuánto es 1,85 en yenes, es que en Japón un café en cafetería pueden ser de entre 300 para copa de papel hasta 1200 en cafetería chic, 500 o 600 yenes por un café es normal. Si es de cadena, a lo mejor 450. Si es de sitio cool, 600 o lo que te quieran poner por su cara bonita. El caso es que nunca tomamos café… excepto cuando nos estamos cagando de camino al curro.

Es el contrato social entre jugador y diseñador, entre barman y patrón. Nos da la sensación de que si pedimos un agua pensarán… estos vienen a cagar.

Así, si pedimos un café solo piensan que en realidad venimos a cagar cuando ya nos piramos.

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Una narrativa reminiscente puede también crear urgencia sugiriendo al jugador lo que el filosofo griego Sócrates bautizó «La Carpa Díaz». Una vez nos pilló en el metro camino al trabajo. La noche anterior habíamos ido a restaurante indio y parece que la bomba tenía mecha de acción lenta, sin aviso fue súbitamente lo más urgente de nuestras vida, ya estábamos pensando en el camino de vuelta a casa cagados cuando se nos ocurre bajarnos del tren y probar suerte, gracias a Dios resultó ser una de las pocas estaciones con baño en el andén.

Y no nos recuerden de cuando nos hemos metido en un túnel a cagar. De noche volviendo de fiesta, esperando el primer metro y sabiendo que ni de coña aguantamos los 10 minutos a que venga más la media hora de trayecto a casa. Una estación de estas rectas que desde un extremo del túnel ves la siguiente parada. Y decimos… pues para allá que vamos. Y nos bajamos a las vías a oscuras y nos da igual cagarnos encima de una rata que encima de un mendigo.

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Los videojuegos son el medio ideal para poner al jugador en situaciones que el escritor americano Charles Bukowski llama «situaciones desafortunadas».

Por suerte no nos ha pasado, pero hemos visto a un adulto cagarse encima y hemos tenido que ir a su casa a pedirle ropa a su mujer. Iba subiendo unas escaleras con un dedo literalmente metido en el culo a través del pantalón y a modo de tapón, con una postura pues os podeis imaginar, como de descarga eléctrica. Y de repente vimos que se sacó el dedo y empezó a andar como aquellos maratonianos que entran por la linea de meta al borde del desplome físico y emocional. Y cuando se giró a comunicarnos lo que todos sabíamos, en su cara no había ni un ápice de vergüenza ni de culpabilidad. Solo una sonrisa inocente y satisfecha. Nos juramos que nunca pasaríamos por ahí.

Aunque hemos estado cerca (vean #5). Y una vez tuvimos que ayudar a un adulto que se había cagado encima en Atocha (fuimos a Madrid en misión de reconocimiento). Tuvimos que comprarle un pantalón en el Coronel Tapioca de la estación. Se cagó encima en el vagón del tren y pidió ayuda entre lágrimas. La situación de indefensión más grande que hemos visto en nuestra vida. Él se percató de que nosotros nos percatamos de que le había pasado algo. Estábamos sentados en diagonal y había poca gente. Y claro, vemos a alguien retorcerse en su asiento y nos entra curiosidad.

Le dijimos que fuese a uno de los baños, le compramos los pantalones menos feos y caros posibles, se los pasamos a través de la puerta. El tío nos quiso dar la cartera y todo.

«Házsela llegar a mi familia.»

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Los videojuegos te permiten vivir otras vidas, lo que periodista cultural italiano San Francisco de Asís llamo «otras vidas». Aunque te tienes que ver en la situación, claro. Hoy nos es difícil rememorar sin emoción ese cruce de miradas, esa comprensión de la situación, esa compenetración entre dos seres humanos… Cuando íbamos a la universidad teníamos una hora de tren y media hora de metro. A las 8 de la mañana en el tren, nos da un avisillo. Una molestia. Una sombra de preocupación cruza nuestra cara. Tranquilo, no es nada, nos decimos a nosotros mismos. Sigue pasando el tiempo, salimos del tren y hacemos transbordo para pillar el metro. En el andén nos encontramos un conocido de la uni.
«¡Ei!»
«¿Qué tal?»
«Bien»
Entramos en el metro sin más. Y entonces empieza el horror. Esa sensación conocida pero nunca bienvenida. Ese primer retorcijón. Saltan las alarmas y nos entran los sudores. La primera reacción. «Relájate», nos decimos. «Aguanta, tranquilo»… pero al rato nos da otro. «¡Mierda!» Nos decimos. Tensamos el gesto junto al esfínter y decidimos apostarlo todo a la negación. Apretamos a fondo, que no pase ni una aguja, y rezamos. El compañero se fija y se queda extrañado, pero no dice nada. Cerramos los ojos y, apretados entre la gente…

… nos desmayamos. Aunque bueno, fue solo unos instantes. Un desvanecimiento temporal. Un bajón de tensión. Había tanta gente que ni siquiera nos caímos, nos mantuvimos de pie entre todos. El compañero se dio cuenta y nos bajamos en María Cristina, donde tratamos de cagar en el Corte Inglés.

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Y ya está. Solo queríamos compartir la historia del bar con vosotros porque creemos que esta noche cuando nos acostemos y Pepe nos pregunte cómo ha ido el día, seguramente haya sido lo más importante.


Imagen de cabecera: «La caca perfecta», óleo sobre lienzo, 2015

5 comentarios

  1. Cosas magníficas como está, hacen que una vez a la semana como mínimo se visite este lugar pese a la abusiva intromisión de los tales podcasts

  2. Maravilloso

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