No me gusta la democracia. Confieso que no la soporto aún sabiendo que es necesaria para que la gran masa continúe engañada en la farsa de su capacidad de decisión y, de ahí, podamos vivir en relativa paz social. Para un hombre blanco de mediana edad como yo, al que el azar de la existencia sólo ha otorgado las ventajas de pertenecer a tan privilegiado grupo social, el tema de que todo siga como está es crucial y, por lo tanto, admito que no me podría ir mejor que en este sistema de gobierno. Pero soy un hombre de principios, así que he de expresar el asco que me produce la fiesta de los votos y toda esa parafernalia igualitaria.
La característica que más me ofende de este repugnante entramado gubernamental no es esa simpleza del un individuo un voto ni las supuestas libertades de las mayorías que comporta. No. El verdadero meollo de mi enérgica oposición reside en que la democracia pretende explicar el mundo desde la igualitaria mediocridad de una uniformidad en la que todos somos lo mismo y toda forma de vida ha de concurrir en los mismos preceptos éticos y morales. Un continuo masivo, inalterable, que busca desmontar jerarquías y hacer tabula rasa. Se salta los picos, las aristas, las cimas y las simas. Todos iguales, todos lo mismo.
No me da la gana.
El otro día discutíamos en esta casa acerca de que los Final Boss de los videojuegos son un coñazo. Argumentaban los zopencos habituales que uno está jugando, tan tranquilo, con sus pijadas recolectoras, o saltarinas, o pegando tiros a genéricos y bobos enemigos, y de repente les sale un bicharraco que les saca de su rutina. Eso les pone nerviosos, les asusta y les aburre. Les interrumpe su grisáceo devenir del juego, ese en el que sienten que todo está bien y controlado, en el que todo vale lo mismo. El Final Boss es demasiado diferente y agresivo, demasiado reto como para que lo afronten con alegría o, aunque fuese, con energía y determinación.
Huelga decir que sus miserables puntos de vista me obligaron a comparecer aquí hoy ante ustedes.
Los Final Boss son, sin género de duda, la prueba del algodón de un videojuego bien hecho.
Para que podamos llegar a esta conclusión es obligatorio que antes hayamos comprobado más allá de toda duda razonable que los monos programadores han conseguido hacer un producto en el que el control es fiable y autoconsistente con las leyes físicas que nos están vendiendo, que el diseño de escenarios es concordante con ese control y una buena dosis de imaginación, que los retos que se nos ponen por delante para con la conjunción anterior tienen chispa y tienen su puntual golpe de mala leche. Si eso no se cumple, por supuesto, lo que sean o dejen de ser los Final Boss pierde relevancia porque ya sabremos que el juego es una puta mierda y tanto dará.
Pero si estamos ante un jueguico bien hecho, la aparición del Final Boss será la guinda perfecta a un rato entretenido apretando botones. Su aparición, ya sólo en lo físico, hará que te vuelque el corazón; la aparente imposibilidad de su derrota te adentrará en una fase de desesperación; desentrañar sus rutinas se convertirá en un puzzle en sí mismo; ejecutar las secuencias que lo vencerán será el mejor baile, ritmo y pulsación, ritmo y pulsación, de las horas que pases con el juego; acabar con él, finalmente, el orgasmo definitivo que tumbará, en un orden de magnitud inconmensurable, a cualquier otro momento de toda la experiencia anterior.
Para ejemplificar lo expuesto voy a usar un Final Boss aparentemente menor de un juego aparentemente menor de una consola aparentemente menor. Que parezca que yo soy demócrata también, que no hay jerarquías ni importancias.
Nota del editor: para los más pielfinistas con los spoilers, los comentarios a continuación pueden revelar información extremadamente poco relevante acerca de cierto metroidvania de insectos. A menos que os sorprenda que en un metroidvania de insectos haya mantis, en cuyo caso… ups.
Se trata de Los Señores de Las Mantis, de Poblado Mantis, en Páramos Fúngicos, creo que el cuarto mapeado en orden de aparición del Hollow Knight, que yo he jugado en Nintendo Switch. Lo escojo porque, imagino, es poco menos que irrelevante, aunque me gustaría añadir que, ahora que La Gamerah me va a invitar a elegir mis juegos favoritos de la década, el Hollow Knight es probable que ocupe el #1 en mi corazón.
El caso es que estamos hablando de un juego, y un momento del mismo, que roza la perfección en mi libreto. En ese punto ya estás familiarizado con el muñecajo lo suficiente como para saber, de manera subconsciente, exactamente como se comporta en saltos, ataques y diferentes tiempos de pulsación de los botones. Su velocidad de movimiento, su rango de golpeo, el límite de sus frames en los que pierde la vida… el juego ha hecho su trabajo de forma admirable y ya está todo interiorizado porque está bien hecho. Es consistente, lógico y te ha llevado, paso a paso, a tener que demostrar en cada paraje que has avanzado en tu control como se te ha exigido.
Al llegar al Poblado Mantis un enemigo en concreto, un bichejo bastante feo, diferente y grande con respecto a todo lo visto, pero aún dentro de los rutinarios genéricos de cada mapeado, te hará sudar tinta china hasta comprenderlo, hasta saber como domarlo. Así mismo, los misterios del laberinto que te toca desentrañar en esa fase te obligarán a afinar tu capacidad de salto, tu precisión en el timing.
Tras recorrer sus buenos, no sé, veinte minutos (y no pocos intentos fallidos) desde el último punto de guardado aparecen ante ti, imponentes, en sus santuario, los tres Señores de las Mantis… que te matan poco menos que en el mismo momento que te ven. Sobrecogedor, aterrador, desmoralizador. Te ves en el punto de guardado y tienes ganas de llorar.
Pero, y aquí está la clave, sin haberte dado cuenta, el juego ha hecho todo el trabajo por ti. Te ha enseñado que debes hacer para vencerles, que no es otra cosa que usar lo que te había exigido con los enemigos inmediatamente anteriores, el bichejo feísimo, y con las capacidades de control de salto exigidas para llegar a ellos, el laberinto saltarín.
Poco a poco, y tras una decena de muertes, comprendes que sólo hay que actuar con la lógica que te ha llevado hasta allí. Y, entonces, el punto de control ya no está a veinte minutos, como la primera vez, si no que eres capaz de recorrer esa misma distancia, con cuatro saltos contados, en veinte segundos. Y ya no te matan al llegar porque sabes que sólo has de esquivarles como a los bichos que les precedían. Y, desentrañado el puzzle de sus ataques, tan sólo tienes que ejecutar la danza perfecta de salto, salto, esquive, golpe, recuperación, en el momento exacto, en el lugar exacto, las veces que te piden.
Y, cuando aún así te matan porque no es fácil el ser preciso, porque es un reto y los retos conllevan obligatoriedad en la perfección de tus actos, sabes que sólo es cuestión de tiempo que te los lleves por delante.
Y al fin lo haces. Das el golpe de gracia. Los destrozas. El juego es tan putamente bueno que no tiene ni que ponerte una barrita de energía porque sabes con certeza cuando les vas a derrotar. Se te puede escapar un grito de júbilo, pero no, es mejor aun: sonríes con la sensación del dominio total y absoluto de lo que te han propuesto y que has conseguido desentrañar, primero, y aniquilar, después.
Eso es lo que hace un Final Boss por ti en un videojuego. Eso. Te da la felicidad suprema de haber entendido lo propuesto, te da continuidad con lo vivido y te muestra que has sido hábil, constante e inteligente como para entresacar de la rutina de cada avance en ese mundo la enseñanza definitiva para acabar con cualquier hijo de puta que se te presente, aunque ocupe la pantalla entera.
Un buen Final Boss demuestra que todo lo que ha hecho el juego tiene un sentido, un propósito. Que tu camino por él llevaba a alguna conclusión. Que la rutina democrática en la que todos los enemigos son el mismo, que estamos en igualdad de condiciones, es un mito, un espanto y un coñazo. Que un buen cabrón gigantesco, épico y duro, muerto a tus pies, es lo mejor que te puede regalar el apretar botones delante de una pantalla.