Hijos y videojuegos (I)

Ninguna de las virtudes de los perros, todos sus defectos

Bienvenidos a la tercera edición de nuestra aclamada serie de features «Perros en videojuegos» (primera y segunda parte). En esta tercera parte, los pocos redactores de Gamerah que han conseguido reproducirse nos explican por qué un perro y un hijo vienen a ser casi lo mismo en la práctica, sobre todo cuando se trata de videojuegos.

¿Pensáis que esta feature necesita todavía más palabras malsonantes y un extra de zafiedad, y una duración aproximada de una hora? Estáis de suerte, porque hace dos días hablamos del mismo tema en nuestro podcast.

Y por si no eran pocas las tonterías ya, la semana que viene sale la segunda parte.


A la pluma: El Gordo

Un día regresé del trabajo y mi mujer me dijo en tono serio: «Tenemos que hablar».

Mierda, pensé. Ha usado mi ordenador y ha encontrado mi carpeta furry. En fin. Estuvo guay mientras duró. Hora de suicidarse.

«Estoy embarazada.»

Phew!

La verdad es que hubiera sido mucho más barato que hubiese descubierto la carpeta furry. ¿Es cierto que un hijo es un perro que aprende a hablar? Mi mujer dice que trato al chaval como a un perro. No puede culparme. Tanto mi hijo como el Dr. Rubirosa me han mordido. Ninguno se disculpó. Ambos también se cagaron en la alfombra. De nuevo, cero disculpas. Y ambos se han cargado periféricos consoleros míos, haciéndonos llorar a los tres. Pero tengo también cosas que agradecerles a ambos. Al buen Dr., años de psicoterapia. A mi chaval, que cuando mi mujer estaba embarazada con él, todas las noches a eso de las 8 pm ya estaba K.O. y se iba a dormir y yo me quedaba jugando videoxocs, mayormente Mario Kart 8 y Zelda Aliento Campestre. Por lo demás, ambos me han costado un montón de pasta.

Pero… ¿es pasta bien invertida? El tiempo lo dirá. Cuando palmemos lo único que quedará de nosotros en esta Tierra será el canal mongolo en nuestro Discord (de nada, arqueólogos del futuro) y nuestros hijos. Mi chaval al final seguirá su propio camino, pero igual que lo bauticé por si acaso, lo estoy convirtiendo en un pequeño talibán nintendero para darle la mejor base posible de prejuicios con los que afrontar el apocalíptico futuro que le espera en los foros de videojuegos del 2030. Porque si hay una cosa que he aprendido habiendo sido dueño de un perro y un niño es que si un hijo o una mascota «salen bien» puede ser por una multitud de razones, buen corazón, buena niñera, el entorno, etc., pero si salen unos degenerados segueros es 100% culpa de los padres.


A la pluma: Yusepon

Antes de tener una hija tuve perros (y también pertenecí a varios gatos, pero ese es otro asunto). Dicen que tener perros te prepara para la paternidad. Eran dos bichones malteses y aprendí a hacerles coletitas. Tenían razón: tuve una hija y superé la pantalla de hacerle sus primeros moñetes sin problemas.

Pero yo lo que quería es que mi hija jugase a la consola conmigo. Era mi única aspiración como padre. Que tus hijos salgan sanos, fuertes, estudien y tengan un buen trabajo está bien, pero que limpien las calles de Metro City de bandidos junto a ti es mucho mejor. Sobre todo para ti. Y bueno, para Metro City también.

Así que desde bien pequeña intenté introducirla en el noble arte de tirarse en el sofá con un mando. A su tierna edad de 5 meses solo era capaz de agarrarlo y moverlo torpemente mientras lo llenaba de babas. Sí, hubo gente que jugando así se pasó varios juegos de Nintendo en la Wii, pero yo no quería una hija nintendera, así que decidí esperar un poquito más. La dejé madurando como el buen vino: en una barrica a la que le hice un par de agujeros para que pudiera respirar, y cuando tuvo 5 o 6 años compré la Switch y la saqué de allí. Había crecido, podía sujetar el mando correctamente con las dos manos, coordinaba sin problemas la pulsación de botones. ¡Era perfecta! Encendí la consola, puse el primer juego y me preparé para pasar toda la tarde disfrutando POR FIN de la paternidad. A los 3 minutos exactos, el apocalipsis:

— Papá, no quiero jugar más.
— ¡¿Como?!
— Quiero bailar, papá.
— Vale, pongo el Just Dance, qué se le va a hacer…
— Papá, quiero bailar pero sin la consola.
— Hija, tenemos un montón de juegos. ¿Pongo el Mario Kart? ¿El SOR4? ¡¿El puto Animal Crossing?! ¡Haré lo que sea, pero sigue jugando, por favor!
— Quiero bailar.

A la barrica de nuevo.

Los hijos al final hacen lo que les sale de la polla. Basta que desees una cosa para que no sólo hagan lo contrario, sino que te hagan odiar ese objeto de deseo para siempre. Pero también son maravillosos. A día de hoy, tras dejar de intentar que fuese lo que su padre quería que fuera, puedo decir que me he divertido, me he reído y me he emocionado como nunca antes compartiendo partidas junto a ella. Al final el sueño se cumplió. Y todo gracias a que aprendí a hacer coletas a Nona y Cammy.


A la pluma: Dai

Jugar con hijos no es jugar
Es peor que estar jugando solo
Tú contra el jefe final
Y a mil metros de ti
Tu hijo cae a un pozo

(Sergio Dálmata)

El vínculo paternofilial que se establece alrededor de los videojuegos se ha romantizado en exceso de un tiempo a esta parte. Admitámoslo: jugar con hijos es un auténtico coñazo. Nuestra recomendación es intentar mantener a los niños alejados de los videojuegos (o cualquier otra actividad que disfrutemos: la arruinarán sin miramientos). El plan de actuación recomendado para evitar este suplicio es el siguiente:

  1. No tener hijos (ni encargarse de los de un tercero, en caso de adquisición de una unidad materna de segunda polla mano).
  2. En caso de tener que cargar con uno o más hijos, propios o no, no se deberá exponer al/los sujeto/s a los videojuegos bajo ningún concepto.

En caso de imposibilidad de cumplir 1 y 2, os dejamos un breve repaso de las tres etapas principales que vais a experimentar, unos consejos y nuestras condolencias.

Etapa 1: Dichosa inconsciencia

Son los primeros años y el primer acercamiento del perrete humano al mundo del videojuego, todavía como sujeto eminentemente pasivo. Aún son años felices porque el infante únicamente observa mientras su padre salta de plataforma en plataforma por el Reino Champiñón o bien abre en canal a otro ser humano con un machete de 20 centímetros de hoja. Hay una subetapa intermedia en la que el chaval quiere jugar, pero es fácilmente sorteable dándole un mando que no esté conectado (no hace falta ni que sea de la misma consola, una vez le di a mi hijo un DualShock 4 mientras jugaba a la PS5. Ja ja ja, ¡menudo imbécil!).

Nótese, sin embargo, que en esta etapa aún no se le puede (o no se le debería) pegar cuando está dando mucho por saco.

Etapa 2: Paciente adoctrinamiento

La peor etapa. En cuanto el embrujo del mando falso se desvanece, no queda más remedio que incluir al perrete humano en el juego. Esto puede ser el infierno en la tierra por varios motivos, uno de ellos es que acabemos teniendo que jugar a mierdas de La Patrulla Canina, Bob Esponja o similar mamarrachada defecada por Nickelodeon. En el optimista caso en el que consigamos compartir una partida a un juego homologable, la experiencia solo será marginalmente mejor, gracias a los deficientes modos corporativos(*) de la mayoría de juegos, no diseñados a prueba de idiotas niños:

  1. Corporativo enfrentamientos: serás tan infinitamente superior a tu mini rival, que la experiencia estará absolutamente carente de todo reto y/o disfrute. En los juegos de carreras tendrás que esperar hasta que llegue a la meta, 10 minutos después de ti; en los juegos de lucha, querrás apalizar a los cojines después de 40 perfects consecutivos; en los juegos de deportes, comprobarás que el marcador se programó de 2 caracteres y no es posible marcar más de 99 goles.
  2. Corporativo colaborativista: En modo 2 jugadores, el juego te mandará al doble de enemigos pero, en lugar de repartirlos, deberás cargarte a tu mitad y, además, procurar que la otra mitad no acabe con tu compañero. Porque si tu compañero muere, olvídate de seguir tú solo o te expones a un bucle infinito de “papá, por qué yo no salgo, papá, dónde está mi muñeco, papá me aburro”. En el caso de los juegos de plataformas, prepárate para observar cómo va perdiendo todas las vidas, una detrás de otra, en el mismo puto precipicio mientras tú esperas inmóvil desde lo alto de la plataforma (en el mejor de los casos; peor es cuando no hay precipicio y no muere, en cuyo caso repetirá el mismo salto infructuosamente hasta la hora de cenar o hasta que te vueles los sesos, lo que pase antes).
  3. Corporativo pantallapartidismo: La misma mierda de antes, pero más pequeño porque te quitan media tele.

Si en la educación de vuestro retoño os regís por las directrices de Mr. Wonderful Montessori, os preocupará cómo gestionará el pequeño la frustración de la derrota o de no alcanzar los objetivos. Quizás incluso tengáis la tentación de ayudarle o dejarle ganar. NO LO HAGÁIS. Con el mando en la mano, las únicas instrucciones deberán ser: “Hazte un hombre” (independientemente del género del sujeto, físico o por identificación) y “A llorar a la llorería”, administradas de forma asertiva. Solo así le prepararéis para la rudeza de vivir en sociedad y conseguiréis convertir la experiencia en un puntal formativo.

Como probablemente única parte positiva, ya podemos empezar a pegar al niño. Es la mejor época para las zurras, puesto que físicamente ya puede encajar buenos collejones sin consecuencias duraderas (al menos físicas, el trauma psicológico ya tal).

Etapa 3: Breve disfrute, emancipación y ostracismo

En esta etapa hay un punto dulce en el que sus fulgurantes habilidades empatan con nuestras mermantes capacidades y se puede jugar de igual a igual con un resultado bastante aproximado al disfrute. Atención, este punto dulce hay que atesorarlo en su brevedad. Una vez pasado, ya jamás volverá y lo único que quedará por delante será un camino de derrota, bochorno y artrosis.

El perrete humano, desagradecido por naturaleza, nos rebasará sin mirar atrás y nos dejará en la cuneta para jugar con otros perretes humanos. Socializarán y se olerán los culos, en ocasiones literalmente, entre otras costumbres que parecerán degeneradas a nuestros retrógrados ojos. El vínculo paternofilial sufrirá un daño colosal e irreparable. Es hora de cambiar el testamento.

Durante este periodo también se le puede pegar al vástago, pero es mucho más arriesgado puesto que puede empezar a devolver las hostias. Hay que aprovechar para pegarle todo lo posible antes de que ya no se deje. Además, su aumentada memoria eleva exponencialmente el riesgo de consecuencias futuras para nosotros, especialmente en lo concerniente a un hipotético ocaso en una cochambrosa residencia de ancianos.

Conclusión

Tras mucha reflexión, nuestro consejo para sortear todas estas tribulaciones iba a ser que recuerden follar siempre por el culo, con tal de evitar una concepción, voluntaria o involuntaria. Pero en vista de la reciente expansión de viruela del mono, recomendamos simplemente el uso del preservativo o, por qué no, el celibato, porque hay webs por ahí con videos muy chulos y casi no merece la pena complicarse la vida.

(*) N. del. E.: cooperativos. Gamerah y sus inner jokes, sígannos en Twitter para más hilaridad.

2 comentarios

  1. Maravilloso como antes que los huevos estuvieran colgandejos

  2. Este artículo me recuerda que sólo hay una cosa más bonita que ser padre, y es no serlo.

    Gracias Gamerah.

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