ThunderForce IV

Noah, MoRTiiS, Narg.

Un trío en la nave más chula del espacio. La cosa promete pero huele mal. Alguien se ha tirado un pedo.


Mortiis a la pluma:

Tu experiencia con un género no va más allá de lo que se considera habitual en un católico no practicante cuando de repente ves a Dios. Presto a evangelizar con palabra vocoderizada y poner las cosas en su sitio con mano de hierro y rayos láser. Lo que le sigue, un inmenso rebaño en estado catatónico preparado para recibir la hostia estelar.

Génesis, capítulo 4

La historia comienza con Thunderforce III. Las precuelas entonces no estaban de moda, solo que ya había dos primeros de los que no se acuerda ni su padre. Eso y que mi poso teórico no da para tantos alardes, y pese a que ya antes habían publicado un más que notable juego de estrategia con éxito relativo (Herzog Zwei), Technosoft se dio a conocer al jugón medio de la época con TFIII.

Se acostumbra a olvidar TFIII en favor de TFIV. Y no es justo.
Con un desarrollo 100% horizontal y unos valores de diseño brillantes, el de 1990 sigue siendo un shooter de categoría.
Con un desarrollo más variado y concentrado, aunque probablemente menos salvaje que la secuela, TFIII introducía eventos que condicionaban el desarrollo de la acción, progresando siempre con naturalidad y añadiendo un plus de dificultad considerable. Hablamos de columnas de lava, corrientes marinas, bloques de hielo y muros que caen, cambios de ritmo, velocidad e incluso scrolles verticales en una misma pantalla.
Sentó las bases para la evolución natural, y en buena medida todas ellas son reconocibles en el diseño de TFIV. Incluida la IA kamikaze, algunos efectos visuales fantásticos, el instinto de supervivencia y la música. ¡La música!

¿Acaso no es una BSO superlativa lo que ha grabado a fuego TFIV en la memoria colectiva de los consoleros 16 bits? Sí y no. Sí, porque sí. Y no, porque no.
Para mí pocos juegos han sabido convertir el trabajo sonoro en un factor tan relevante. Cuando la música y los efectos trascienden al acompañamiento, al énfasis, para sumir al jugador en un estado de euforia narcótica permanente, el sonido pasa a convertirse en un elemento más (casi) de la jugabilidad. Porque con otra música TFIV sería un juego distinto. No hablo de perder una seña de identidad. Hablo de que no se jugaría igual. No subestimemos, ortodoxia hardcore bien lejos, el valor del espectáculo como un factor más de adicción.
Las balas no silban, aquí cantan, y hay determinados efectos y cadencias que no pueden ser fruto de la casualidad. Todo forma parte del mismo entramado, y es una vez inmerso en la acción cuando el jugador percibe un virtuosismo poco común.
Alternancia de pasajes frenéticos y sosegados, joviales y oscuros, elegantes y macarras, voz femenina enlatada (Just an engine!) que detiene la melodía para anunciarnos el bendito power-up y los láser se deslizan como líneas de bajos, o agudos, o síncopas en una inmensa orquesta hi-tech donde todos danzan y se divierten haciéndotelas pasar putas.

La acción discurre hilvanando un reto tras otro en sucesiones de grupos más o menos compactos, con parámetros de resistencia, velocidad y formación variables. Menudos lumbreras ¿eh? Sí, nunca es un factor menospreciable, pero aquí tiende a convertirse en la mayor de tus preocupaciones porque TFIV pone fin a las oleadas de adversarios mongolos en rigurosa fila india. De hecho, muy a menudo, pasan por ser la auténtica munición del Imperio. Abalanzándose desde cualquier posición mientras intentas plantarles cara con un arsenal raquítico, a menos que vayas bien provisto (opciones de) y/o reacciones con celeridad, la historia suele acabar con tres, cuatro, cinco fulanos que se te estampan en los morros.

Afortunadamente su efecto es menos dramático que en otros compañeros de escuela, en la medida en que se prescinde de checkpoints y la siempre odiosa obligación de volver atrás para repetir el paso dado en falso. Es una elección loable en la que seguro se ponderó el interés del jugador por encima de lo conveniente, desde luego acorde con el cariz frenético-sin-pausa de su desarrollo, pero que rehuye el factor aprendizaje/memorización de rutinas en el que tradicionalmente se asienta buen número de las posibilidades de éxito. Porque no se obliga a repetir el instante del error, la pérdida de una vida resulta menos “incómoda” y en consecuencia tu atención se relaja.
Aparentemente también por ello, el progreso se hace menos frustrante, pese a que pronto descubres que las bazas de Technosoft para castigarte pueden llegar a ser todavía más perversas.
No obstante, no se trata de un diseño llevado hasta las últimas consecuencias siquiera porque se te concede la posibilidad de seleccionar el orden en el que afrontarás las cuatro primeras misiones. Y se agradece, puesto que puedes lanzarte a la piscina sabiendo que tienes margen para no abrirte la cabeza. Pero termina siendo una concesión demasiado rácana, a fin de cuentas poco útil, para garantizar que el acopio de vidas cunda en el calvario que le sigue. Fases cinco a diez del tirón, o la radicalización de una más permisiva tercera parte, que sí apuesta por el libre albedrío previo a la acometida final.

Y es difícil. Muy difícil. La belleza plástica ya es un elemento de distracción, pero es que la estructura de los niveles tiene muy mala baba y los enemigos parecen seguir una coreografía satánica. Hay momentos de puro sadismo, porque no centra el interés en eventos concretos, presentando los retos de sopetón, sin pausa, en medio de aglomeraciones y con una escenografía de lo más puta. No le remuerde la conciencia. No tiene inconveniente en soltar cuatro cabrones lanzando una andanada de misiles teledirigidos (no podía ser de otra manera) a la par que te escabulles— (lo intentas al menos—) de una nave que ocupa toda la pantalla y exige que midas el movimiento para no comerte un acantilado, o ponerte puntos de mira mientras esquivas la flota que se te viene encima… y sigue, sigue, sigue. Está diseñado para atacarte los nervios. Para que falles.
Más que curva de dificultad parece una pared. Supervivencia extrema, nada de disparar con elegancia y abandonar la continuidad a un área de impacto difusa. Te dedicas a salvar el culo, simple y llanamente. Technosoft no negocia con el jugador. ¿Recuerdas a Robert Carlyle en Trainspotting? Pues eso, dieciseismil, cojones.

Es tan poco condescendiente y las oportunidades de completarlo— legalmente— tan remotas que acabas claudicando. Hincas la rodilla pero no sueltas el mando y activas el truqui (¿era algo de A+Start o así no? Bah, mirad por ahí).
Te sientes sucio y, aunque el reto ya no existe, disfrutas porque es buenísimo.

Te atrapa y no te suelta. Es ésta una carrera de obstáculos de larguísima trayectoria que genera un curioso placer sadomasoquista.
Marco ideal para muerte dulce, el lounge espacial culmina con el incendio de la pista, la electrónica siniestra y el riff guitarrero machacan insistentemente un oído extasiado, tus ojos se derriten, flotas, vuelas a mil por hora en medio de un océano, convertido ya en un salvaje. Emerge tu pareja, látigo en mano, y comienza una danza visceral y primitiva, baby!
El enfrentamiento con el tirano que custodia el primer planeta es en sí mismo un tratado impecable de cómo excitar al jugador, perfecto prólogo para percibir la magnitud de una epopeya sin altibajos, constante y agotadora.

No engañan a nadie, porque ya llevaban años haciendo lo mismo, y continuarían haciéndolo en 32 bits con un quinto episodio menos inspirado.
Pero ahí siguen las bases, reconocibles e imperecederas, muy a pesar de la perversión de los hijos bastardos y sus adeptos.

¡Suéltate la lengua, Noah!


¡Y se la suelta!

Lo que dice mi colega es cierto. A+Start. Y lo demás también, jurjur. Sobre todo lo de que es un juego cabrón. Cabrón, cabrón, cabrón. Como bien comenta mi compañero de cama, es pura supervivencia. Es de la vieja escuela, antes de las hazañas en términos de puntuación (y estilo); la satisfacción llega al completarlo, a base de arañazos y patadas en la entrepierna (porque no hay otra manera). Los enemigos todavía no son dianas para lucirte, todo lo contrario, su única misión es derribarte, usando su propia nave si es necesario. O aunque no lo sea. Todo vísceras. Parece jodido; es peor. Casi, casi parece querer que no lo juegues. Y a pesar de ello es exquisitamente jugable y rejugable, incluso hoy en día. Es una amante sin maneras, ruda, malhablada y muy puta, que te trata como un trapo. Pero ¡ah!, folla como una mala bestia.

En estos casos, te agarras a lo que puedes. Es justo. Es muy cabrón, pero también es justo. La dificultad es desmedida, pero el control es impecable y el refinadísimo y versátil sistema de armamento tan necesario como equilibrado. Y éste es un punto muy importante.

Una consideración fundamental de diseño que en el caso del shoot’’em up ha sido apaleada, saqueada, violada hasta la extenuación y dejada por muerta es que la dificultad de un videojuego debería adaptarse en todo momento a las posibilidades del jugador. Y es un caso particular de especial relevancia en un género determinado por los power-ups. La excesiva dependencia de los power-ups en los matamarcianos es un cáncer, sí, y elimina gran parte de la diversión que pueden ofrecer, al reducir su reto, sea justo o no, a no morir; ojo, a no morir una vez, porque si la palmas no podrás recuperarte. Hagas lo que hagas. Toma Gradius y su cruel sistema de power-ups. Recoges más de treinta cuadraditos y conviertes paso a paso tu nave en un fortín con el que a duras penas logras sobrevivir; porque es otro juego (saga) cabrón, cabrón, cabrón. Si mueres, vuelves al estado inicial. Y te siguen echando la misma mierda. Y apagas la consola, claro.

En la segunda mitad de los noventa Cave dio un auténtico salto evolutivo, simplificando el sistema: los power-ups son meros upgrades de armas ya disponibles, y en caso de espicharla puedes recuperarlos. [Y junto a otras innovaciones posibilitó el resurgimiento del género, como bien ilustrará Nargond debajo.] Pero Thunderforce IV es de principios de los noventa, y de la vieja escuela. Por lo que Technosoft no toma medidas drásticas, sino que utiliza la experiencia adquirida durante el desarrollo de su predecesor para perfeccionar su propio sistema de armamento, esquivando sabiamente la mayoría de problemas del género y creando una solución que sin ser un salto evolutivo es muy funcional. (Porque aunque la infraestructura actual basada en secuelas de secuelas quiera indicar lo contrario, la triple destilación es un sistema tan eficaz como las ideas brillantes; ambas son de hecho necesarias, véase la evolución.) Para empezar, cortan de raíz cualquier problema en términos de velocidad de la nave, pudiendo ajustarla en cualquier momento entre cuatro estados predeterminados. El sistema de armamento y upgrades es impecable: dispones en todo momento de por lo menos dos armas, una frontal y una bidireccional que puede disparar hacia atrás (algo un poco extraño porque aunque existen, no son frecuentes las situaciones en las que los enemigos no vengan de frente). Ambas tienen su upgrade pertinente, y hay tres más, todas acumulables (las puedes cambiar al vuelo) y de diseño impecable; que me jodan si el Hunter no es una de las mejores armas evah! El giro maestro: cuando mueres, pierdes únicamente la que esté equipada en ese momento. Ligeramente estratégico, condescendiente sin pasarse; intachable. Y flexible como pocos, ya que cada arma es útil en ciertas circunstancias; una de las señas de identidad de la serie y lo que en parte le permite los demás caprichos en su (sádico) desarrollo.

Y lo demás, igualito. Mientras otros rizaban el rizo, TFIV es más simple que el mecanismo de un botijo. Hay que sobrevivir y matar, como en toda guerra interestelar. Es una guerra.

No hay espacio para lucirse. Más bien lo contrario, hace todo lo posible para ahogarte, achicando espacios, arrojándote enemigos que a grito de banzai no sólo se disponen a atropellarte sino que a su vez dirigen todo su arsenal única y exclusivamente hacia ti, que no es cuestión de desperdiciar misiles. Y los bosses, gigantescos, intimidatorios, dejan en bragas a sus hermanos pequeños. Y molan, como todo en TFIV, porque el diseño es impecable, con sus cyborgs, tentáculos, insectos gigantescos y demás lindezas ochenteras. No confía descaradamente en la memorización (aunque por su dificultad y extensión sea necesaria), porque su desarrollo es, para los medios de la época, orgánico. Existe incluso cierta narrativa, con monstruos que van y vienen y un par de interludios dramáticos que funcionan de maravilla.

Es la sublimación de una época, con el añadido de que por sus características (y con el único escollo de su dificultad) ha envejecido bastante bien.

Lo cual es refrescante, viendo el panorama actual.

Que mola, eh. Pero es tan distinto…

Coge Ikaruga. Tan abstracto que lo puedes encarar de dos maneras: la simple, jugando a sobrevivir; y la de los diseñadores, a base de chains (siendo ésta última su realización final, por supuesto). Es el colmo del jugar-a-puntos.

Es una analogía peligrosa, y no seré yo quien eche pestes de uno de los juegos más brillantes de esta generación. Pero qué coño, es tentador. Es que son ying y yang. (Willy y Mortiis.) El equilibrio y la elegancia frente a un universo sucio. El cañón simple, en lugar del complejo sistema de armamento y su triple destilado. La lluvia de proyectiles de Ikaruga, que trasciende con su bipolaridad el concepto moderno del bullet hell (más que el buzz, que es un recurso), frente a los bichos de Thunderforce, que no gastan una sola bala en algo que no seas tú (y todas, todas matan). Y por supuesto y por encima de todo, la importancia de la puntuación, situada (adrede) en un plano totalmente tangencial a la propia mecánica del juego, vía chains. Frente a un frío número en la parte superior de la pantalla que sólo sirve para saber cuando conseguirás el siguiente y tan necesario crédito extra.

Hasta el propio nombre. Ikaruga son dos elegantes kanji. Deberían trazarlos en pincel sobre lienzo blanco; sería una idea cojonuda para una edición limitada. “Thunderforce” es tan ochentero que da grima, y… en USA fue rebautizado como Lightening Force (risas). Engrish, we loves you.

Ikaruga es un extraordinario ejercicio sobre el concepto de la armonía. Willy habló en extensión sobre la joya de Treasure, centrándose en su minimalismo, en la búsqueda de la armonía, y en su relación con su apartado estético. Nargond arde en deseos de diseccionarlo escalpel en mano en términos de jugabilidad. Y Falken, el apóstata errabundo, le ve faltas de concepto que no desvelaré para no despertar una flamewar internetera. (Ambos hablaron de teclear sus respectivos puntos de vista en forma de reseña; tal vez le sume la cuarta, tras frotar los condensadores de mi Dreamcast. No aguantéis la respiración, ¡hablamos de gamerah!) Es una creación eminentemente japonesa. Una coreografía en el jardín de los cerezos, con una mecánica interna casi perversa, y más cuando finalmente asimilas el concepto del chaining (sobre el que debería escribirse un tratado que queda fuera de mis posibilidades y de las ambiciones de este texto). Es un mensaje expresado en pocas palabras con una carga significativa mucho mayor. Es, sin símiles de por medio, poesía. Un haiku.

Es complicado.

Thunderforce es heavy metal. Matar, matar, sin contar cadáveres, viudas ni huérfanos. Matar para sobrevivir. Despedir a tu chica, la del puerto que toque, gastarte lo que lleves en el bolsillo (todo lo que tienes) en aguardiente barato, subir a tu ataúd espacial, Judas Priest a todo volumen, una mueca de autosuficiencia calcada del mejor Jack Nicholson, y encomendarte al diablo. Es puro pulp.

Es así de sencillo. Y joder, cómo mola.


A la pluma: Narg.

No.

Es decir, sí, molaba, pero ya no. Como juego, digo, como juego para jugar. Su encanto visual-auditivo continua intacto y eso sigue molando un montón (lo que es de un mérito tremendo), pero yo paso de esas cosas. Normalmente, vaya, pero sobre todo cuando me pregunto si un juego es bueno de verdad o no.

Veamos. Una de las cosas que más les cuesta a mis compañeros es justificar porqué les gusta más el Thunderforce 4 que cualquiera de los matamarcianos actuales. Subjetivamente lo entiendo, pero es imposible dar una razón fundamentada para quedarse con algo jugablemente obsoleto frente a la fascinante actualidad en el mundo de los matamarcianos.

Voy a lo bruto: en realidad, sólo hay dos clases de matamarcianos. Unos son los matamarcianos para acabar, y otros los matamarcianos para hacer puntos. Sí, ya sé que a veces se mezclan, y sí, conozco las excepciones (probablemente mejor que tú, lector ignorante). Pues bien, los matamarcianos para acabar están muertos, murieron hace mucho. De hecho, diría que este Thunderforce 4 fue el último espécimen sano que nació de la raza del Gradius. Y es que los matamarcianos-horizontales-para-acabar fueron los causantes de la caída en el olvido del género: sobresaturación, quizá; falta de ideas, probablemente; sistema de juego obsoleto, con toda seguridad. Hacía falta una bocanada de aire fresco, y ahí se presentó el Donpachi: el representante de una nueva era.

El Donpachi marcó el renacimiento del género, porque introdujo un nuevo factor en el juego: un multiplicador de puntuación (1). Ahí lo tenemos, el primer matamarcianos-para-hacer-puntos. Y eso moló, porque cambió la forma de jugar. Se podía jugar para pasárselo, pero lo mejor era que se podía jugar a batir récords. Pero no batir récords como en el galaxian o en el pacman, a base de tiempo y de aguantar, no. En una misma pantalla, la puntuación podía variar varios cientos de miles de puntos dependiendo de si eras lo suficientemente hábil o no. Se premia la habilidad. No sólo eres hábil para sobrevivir, no sólo eres hábil para matar enemigos, sino que además eres tan jodidamente hábil que te permites la chulería de matarlos de un modo determinado que requiere de un dominio cuasi-increíble y además te premian por ello (y así puedes presumir delante de todo el mundo en los recres señalando con orgullo tu nombre en el top-ten, que es la gracia del tema).

Bingo.

Esto cambió la forma de hacer juegos. Porque eran mil veces más rejugables, mil veces más adictivos, mil veces más retadores, mil veces más duraderos, y de eso las desarrolladoras se dieron cuenta. Después de Cave, vino Treasure, Takumi, Alfa Systems, Success. Son los famosos manic shooters, porque también introdujeron como novedad una ingente cantidad de proyectiles y una zona de impacto minúscula. Después de jugar a juegos así, nadie querría volver a los obsoletos matamatas horizontales.

Para alguien que nunca ha jugado a los matamarcianos actuales, los antiguos horizontales les parecen la norma, lo habitual, avanzar por pantallas esquivando balas y tal. Lo lógico, vaya: y cuanto más largo y más bonito y más ajustado sea, mejor. Y no entiende porqué los matamarcianos actuales sólo tienen cinco pantallas de dos minutos y medio cada una, en los que te arrasan bajo una lluvia de balas y sólo tienes un miserable tipo de arma y bombas (si hay suerte).

Desde el punto de vista de un matamarcianero acostumbrado a los manic, los matamatas horizontales son lentos. Con deleznables sistemas de power up. En los que cada partida supone un suplicio, porque requiere de un tiempo y una dedicación enormes. En los que para disfrutar y sentir que has mejorado debes pasarte mil veces pantallas que ya te sabes de memoria para avanzar un poquito en el desarrollo del juego.

Mi caso, evidentemente, es el segundo. Soy un matamarcianero actual. Yo volví a esto de los jueguicos de la mano del Radiant Silvergun y sus precarias chains. Y volver al pasado me supone un trauma. Para mí es duro jugar al Thunderforce 4, es muy duro jugar al R-Type, y es un suplicio inhumano jugar al Gradius. Son un coñazo. Te obligan a rejugarlos mil veces hasta que te lo aprendes todo. Vale, me diréis, eso también se hace en el Ikaruga. Pues sí. Pero en el Ikaruga la pantalla que intentas memorizar siempre, siempre durará tres minutos, y sin embargo en un horizontal, cuanto mejor juegas y mejor te lo haces, más duras. Las partidas se acaban alargando terriblemente… ¿a alguien le quedan ganas de repetir para ver si consigue llegar más lejos después de una partida de una hora hasta que te matan en la séptima pantalla? A mí no, desde luego.

El Thunderforce 4 es un gran matamarcianos horizontal. Todo o que dicen mis compañeros es cierto: gran sistema de power ups, cuidadísima curva de dificultad, situaciones muy bien calculadas, jefes retadores y originales… lo suscribo todo. Su único problema es que ya no lleva el jugar así. Si quieres autoretarte y autosuperarte, hay juegos mil veces más rápidos y cómodos para eso. Si lo que te gusta es jugar por jugar (¿?), sin objetivo de mejorar, pues vale perfectamente. Como casi todos los juegos.


Y Noah replica:

A veces los árboles no nos dejan ver el bosque. Es el peligro del reseñaje retro; uno de ellos, vaya.

Sí, y no. Te entiendo. En Thunderforce IV la puntuación está por aquello de las buenas maneras y el respeto a los mayores. Es de la vieja escuela, y ya puestos uno de difícil e ingrato. (Menos que la mayoría de sus congéneres, reduciendo el número de putadas a una: su dificultad. Y qué putada.)

Y digo sí, por eso no te gusta, o no tanto como los Donpachis e Ikarugas. Es más, te voy a dar la razón. Los matamarcianos horizontales de toda la vida son un tostón. No he aguantado más de unas pocas horas con cualquier R-Type, y los Gradius de toda la vida son tan adorables como injugables. Es más, son el mayor exponente del enquistamiento del matamata clásico pre-Cave, un largo y doloroso proceso en el que una serie de convenciones molestas y contraproducentes pasaron a convertirse en la verdadera identidad de uno de los géneros clásicos. (Algo similar ha sucedido con los RPG’s, un género que ha confundido un conjunto de prácticas antediluvianas que nacieron para esquivar las limitaciones técnicas de las primeras generaciones de hardware consolero (digo yo, no soy fan del género) y que con el tiempo se han convertido en su propia definición.) Qué agilipollamiento generalizado posibilitó llegar a esta situación, no lo sé. Supongo que la escasez de ideas tuvo algo que ver, y el hecho de que el conjunto de matamarcianeros se redujera a un contingente járcor que sólo quería más, y más difícil, y más retorcido, también. La cuestión es que dichas sagas son en su mayor parte injugables hoy en día, incluso en sus iteraciones modernas. Porque a pesar de su calidad como videojuegos, que es de tontos negarla (cuando existe), imponen barreras artificiales demasiado reputas. Era necesaria una reinterpretación, y como bien explicas y para nuestro gozo y satisfacción, llegó, con sus multiplicadores y mareas de disparos. Fue un cisma bestial, quemarlo todo para cosechar en las cenizas.

Pero… no.

Hablaba de convenciones, y es cosa de convenciones. Voy a ilustrar mi caso tirando de Gradius. De esas sagas clásicas, la más anclada en las denigrantes tradiciones ancestrales descritas en el párrafo superior. Tradiciones que se perpetúan iteración tras iteración, sin que nadie ose levantar el dedo. He jugado o rejugado recientemente a la reedición en PS2 de los III y IV en un mismo disco, más esa joya treasuriana que es el V lanzado para la cafetera hace unos pocos meses (en Europa), y que ya reseñó en su día el maestro Lowearth. Con Gradius V he disfrutado como un criajo; con los otros dos me he descubierto lanzando injurias de camionero al monolito, blandiendo el dualshock en anchos círculos por encima de mi cabeza.

Porque en los Gradius de toda la vida, morir una vez equivale a apagar la (puta) consola. Tal cual. El propio juego lo pide a gritos. Entiendo que existan seguidores incondicionales de la saga, pero es una experiencia que roza el sadomasoquismo. Si te matan, no sólo pierdes una vida, no sólo pierdes todos los (imprescindibles) power-ups, sino que el juego te teletransporta artificialmente a una zona ya visitada. Putos checkpoints. No hay nada que odie más en un shooter. Quitarte los power-ups en un entorno diseñado estrictamente con los mismos en mente es cruel y despiadado; lo de los checkpoints es inhumano. En Gradius V, si mueres no sólo reapareces instantáneamente y en el mismo lugar, sino que puedes recuperar las options. Sin láser ni disparo trasero, y con el vic viper en su velocidad saco-de-patatas por defecto. Hey, la has cagado, no esperes una palmadita en la espalda. Pero con las options. Y eso lo cambia todo.

Los Gradius III y IV son practicar el sexo en la misma postura tras veinte años de matrimonio. (Incidentalmente, el primer Gradius es de mediados de los ochenta.) Una tarea. Es familiar, está a tu alcance y al final caes, porque por ingrato y repetitivo que resulte, sigue siendo sexo. Pero aburre. El ritual lo es todo; el mismo ritual. Gradius V es una bestia totalmente diferente (y no sólo por lo indicado). Treasure, y no Konami, ha comprendido el auténtico espíritu de la saga y ha podado los accesorios, buenos o malos. Porque digan lo que digan los foristas de shmups.com, un Gradius no consiste en memorizar lo que pasa en cada centímetro del mapeado, en cada instante, todo para ejecutar con precisión robótica una serie determinada de movimientos (para espicharla al menor desliz y tirar la consola por la ventana mientras escupes bilis).

Ese era el cambio necesario. Cave tiró por otra vía, inventando una nueva especie a base de pantallas cortas, mareas de balas, slowdown, combos y multiplicadores, convirtiendo el matamarcianos en un exquisito reto arcade basado en complejos esquemas de puntuación. Y eso mola, pero es otra cosa. Mejor, ahora tenemos dos. Pero el shooter clásico horizontal sigue ahí, y su supervivencia pasa por eliminar las convenciones que, erróneamente, les definen. Y eh, es posible. Gradius V lo demuestra.

Porque no termina ahí. El intrusivo sistema de power-ups sigue vigente, y sigue siendo bastante cabrón; perder el disparo trasero o el láser condiciona mucho tu juego (y más en los bosses, donde no hay cuadraditos con los que doparte), y los cambios de velocidad son repulsivos. Pero el funcionamiento general del juego es radicalmente distinto al de sus monolíticos antecesores. Incluso en las situaciones más adversas descubres nuevas (y simples) estrategias, maneras de sobrevivir. Es uno de los rasgos más personales de Treasure. En esto tiene bastante que ver la gran novedad introducida en esta iteración: la funcionalidad secundaria de las options. Hay cuatro configuraciones, con las cuales podremos (alternativamente) congelar su posición, cambiar el espaciado, rotarlas alrededor de la nave o dirigir los disparos en una dirección cualquiera, todo a golpe de gatillo. Le otorga una profundidad tremenda a la mecánica de juego, y la importancia merecida a las options, que son precisamente el único power-up que podemos recuperar. Thunderforce logra algo similar, a través del equilibrado sistema de gestión del armamento. Aprendes a conocer las pocas herramientas de las que dispones, y a confiar en ellas. Porque te lo permiten.

También incluye (Gradius, Gradius) un modo en el que puedes practicar cada pantalla por separado al estilo del Ikaruga; mejor incluso, subdividiendo cada zona en varios tramos (¡hasta ocho!) que puedes visitar libremente una y otra vez para aprender a manejar obstáculos puntuales (con la ayuda del clásico Konami code). Con un rodeo tan simple niegan la estructura arcaica del hasta aquí has llegado chaval y a ver si la próxima te comes un metro más, el mal endémico del matamata clásico. Jugar para sufrir, sí. Un mal endémico del que adolece Thunderforce IV. Es, de hecho, mi principal problema con él. Es excesivamente largo, y hay demasiadas trampas a memorizar. No es complicado acostumbrarse a las primeras cuatro pantallas (como bien nos recuerda Mortiis puedes escoger el orden en el cual jugarlas), pero las seis siguientes son un viaje tan cruel y despiadado que haría llorar a Odiseo en el regazo de su mamaíta (Anticleia, si la memoria no me falla).

Pero coño. Es del 93. El sistema de power-ups es impecable, el diseño de enemigos y niveles imaginativo y variado, y la curva de dificultad es muy cabrona pero está bien ajustada, sin picos ni baches. Y mejor no hablo de la música. O del excelente gusto en su diseño, de principio a fin, abarcando el abanico completo de la imaginería jebi sin caer en las trampas del Doom. No es justo pedirle además que se adelante diez años a sus contemporáneos. Como todo videojuego es hijo de su tiempo, y el hecho de que sea disfrutable con unos pocos peros (el principal de los cuales estuvo ahí desde el primer día; su dificultad) es testimonio de lo saludable de su diseño.

Los manics dominan hoy en día el sector, de eso no hay duda. Porque son, por lo general, más divertidos, porque resultan mucho más apropiados en los salones arcade (tal vez el principal reducto de un género de minorías desde hace una burrada de años), y qué coño, porque es más sencillo trazar un elegante arcade basado en mareas de balas a esquivar y sistemas de puntuación bien definidos que un matamarcianos clásico de diez pantallas, con un diseño de niveles creativo, enemigos con patrones convincentes, sistemas de power-up funcionales y bosses memorables, siempre con la dificultad justa y el ritmo oportuno. Por eso hay tan pocos. Me gustan los Donpachi, y el ESP.ra.de. E Ikaruga, por supuesto. Y los Psyvariar, tal vez la mezcla más interesante entre ambos mundos, porque tu rendimiento no se traduce únicamente en puntos sino en progreso, en términos de nuevas pantallas. Y nos quedan los Shiki, y Takumi, y Psikyo, y sabe dios quién me dejo. Pero también me gusta el último Gradius. Y me gusta Thunderforce IV, y me lleva gustando diez años.


1. Por si hay algún tocapelotas añadiremos que no es el primer matamarcianos basado en un elaborado sistema de puntuación de este tipo; el Omega Fighter de UPL, en el 89, aparte de rasgos gráficos y jugables muy de manic shooter incorpora un sistema de juego que recuerda a lo que los Shikigami utilizarán mucho más tarde: conforme más de cerca te cargues a los enemigos mayor será el multiplicador de puntuación que obtienes con cada uno de ellos, de 1 a 10. Aún así, el cambio llegó con Donpachi. VOLVER

Un comentario

  1. La madre que os parió, que me iba a acostar y leyéndome esto a ver quien pilla sueño ahora! Pocos shumup ha habido en mi vida, Thunder Force III y IV sin duda fueron los más importantes, e Ikaruga el siguiente, a partir de ahí han sido muchos juegos que he jugado un rato y nada más, muchos comprados (sobretodo los últimos de Dreamcast) pero nunca jugados más que lo que pruebas una rom cuando estás repasando una lista de 5000 roms y quieres ver qué tal está la siguiente. Y lo confesaré, soy de pasármelos, y en el TFIII usaba el truco de regenerar el arsenal para ir siempre con Hunter (creo que nunca lo llegué a completar de legal, pero tenía 7 años, coño, mi sobrino con esa edad solo sabe jugar a los juegos de Lego y al Mario Kart) y el TFIV lo jugaba con las 99 vidas, y sin ningún remordimiento, y aun así durante años me lo podía llegar a pasar 3 veces a la semana durante las vacaciones de verano, y si pruebo un emulador nuevo ese es siempre el primero que toco, y me emociono con la quinta pantalla, y me flipo con la música de la colmena, y me cago en los bosses de las últimas 2 pantallas.

    Y es por eso que no entiendo que sega, que hace unos meses compró definitivamente los derechos de la franquicia (borremos de nuestras mentes TFVI...), metiera a M2 a portear el TFIII para los 3D Classics, según dijeron el más votado por los lectores de Famitsu, o los japoneses ven algo en TFIII (o algo malo en TFIV) o los malditos han preferido meter primero el 3 y meses después el 4 como colocón final y cobrar doble. Pero qué más da si 3DS no es region free...

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