Sucede a finales de abril. Es una época convulsa, como si los cielos estuvieran pasando por esos días, en la que no es extraño simultanear un resfriado con los primeros estragos de la exposición solar sobre la piel. Florecen comuniones y bautizos. Los días son más largos y muchos fines de semana primaverales ya coquetean con lo estival. Este último fue así.
A finales de abril mi padre cumple años.
Aparco en la puerta, aprovechando el vado que el Ayuntamiento obliga a poner (id est pagar) cuando tienes garaje. Es una casa humilde en una urbanización de la costa tarraconense. Mi madre ya está asomada a la ventana y me da la bienvenida con una sonrisa. Ha escuchado el coche llegar (nota para mí: el próximo que sea eléctrico). La veo gesticular y hablar con una figura en la sombra, que no consigo distinguir.
Instantes después, la puerta de la finca, corredera, grande y pesada, se abre. Detrás, un hombre casi octogenario de tez tostada al sol, más fruto de arduas labores de amor (su huerto) que de placentera retirada. Semblante serio, intenso, intimidante. Mi padre. Con expresión furibunda y voz alzada, antes que un saludo, me grita:
Bury me with my money!
Mi padre es un hombre con un carácter fuerte. Y yo… bueno, yo soy su hijo. Naturalmente hemos tenido, en estas ya más de tres décadas compartidas, algún roce que otro. ¿Y quién no? Pero no, no se trata de eso. Esa hostil bienvenida no habla, en realidad, de últimas voluntades. No es una amenaza ni un deseo de desheredarme. Esa bienvenida, tras la que compartimos una sonrisa y dos besos, es por esto:
En TNMT IV: Turtles in Time, hay un movimiento en el que puedes agarrar a un Foot Soldier y lanzarlo a la pantalla. Tienes que arrearle una buena hostia primero y, cuando se encoje, compungido, acercarte y el quelonio ninja lo agarrará. En ese momento tienes que pulsar la cruceta en su misma dirección y el botón de ataque, y el secuaz de Krank saldrá volando por los aires hasta chocarse con la cámara que nos permite ser testigos de toda la acción. Hay un jefe, una primera aparición de Shredder en el Tecnódromo, al que hay que derrotar a base de repetir este movimiento una y otra vez.
No sé si por torpeza nuestra, por desconocimiento o porque este movimiento no estaba implementado con la precisión necesaria, pero nos costaba horrores poder ejecutarlo. Nos salía de forma bastante arbitraria y podíamos pasarnos horas machacando esbirros del Clan del Pie a ras de suelo mientras Shredder moría de aburrimiento esperando que los escuálidos soldados llovieran sobre su nave.
Y ese momento, que probablemente en cualquier otra circunstancia hubiera acabado en un vuelo de mando por el salón con trágico aterrizaje, se convirtió en uno de mis momentos favoritos de mi vida como gamer. Un recuerdo que atesoro con cariño, que guardo desde hace dos décadas y que me llevaré conmigo donde vaya. Un padre y un hijo, reduciendo a pulpa un enemigo tras otro. Riendo y gritando. Imitando los ininteligibles sonidos que hacían las célebres tortugas a través del chip de sonido de la Super Nintendo (“¡aaaah, ma’matao!”).
Mi padre nunca tuvo ningún interés en los videojuegos. Nunca le he visto jugando por su cuenta, si exceptuamos el Solitario de Windows (es cinturón negro en Solitario Spider) y una época de escarceo con los pinballs en PC, que los botones Control del teclado agradecen que fuera breve. No mostró especial interés en ellos en los primeros años desde que me regalaron la NES. Ni las aventuras del fontanero más famoso del gremio por el Reino Champiñón, ni el azulado niño-bot Megaman y los limones que salían de su cañón, ni las cuitas de la familia Belmont para acabar con el príncipe de la noche llamaron su atención.
Pero cuando doblamos los bits, cuando el cerebro de la bestia se hizo un hueco en el hogar familiar, algo llamó la atención de mi padre. Quizás fuera la exuberancia, en tamaño, colorido y detalle de unos pixelados Ryu y Sagat dándose de hostias delante de una gigante estatua de Buda tumbada al sol. Quizás fue una voluntad de compartir tiempo y conectar con un hijo que poco a poco escapaba de la niñez y acariciaba la adolescencia con la yema de los dedos. Quizás estaba aburrido de cojones. En cualquier caso, sus manos empezaron a familiarizarse con la cruceta y los coloridos A, B, X e Y de ese maravilloso mando de la SNES.
Nuestro género favorito siempre fue el beat’em up (y, en menor medida, el run’n gun). Como Haggar y Cody recorríamos las peores callejuelas de Metro City, repartiendo mamporros a quien osara interponerse en nuestro camino. Fuimos tortugas mutantes rescatando a reporteras de televisión, cowboys en el lejano oeste y robots luchando contra una invasión alienígena.
Siempre había un momento en el que a mi padre se le acababan las vidas y yo continuaba en solitario la partida. Y el juego cambiaba por completo. Seguían apareciendo los mismos enemigos por los mismos escenarios pero, de alguna manera, el placer de noquearlos y ver sus cuerpos desaparecer de la pantalla tras un parpadeo no era el mismo sin mi compañero guardándome la espalda. Deseaba (y, a menudo, forzaba) que acabaran conmigo para poder volver a empezar la partida a dobles. El videojuego como medio y no como fin. El videojuego como vínculo, como pretexto, como catalizador. El videojuego, menos videojuego que nunca.
Pero con el salto de generación la cosa cambió. A los mandos empezaron a salirles setas y botones donde nunca antes habían tenido. Los desarrolladores cambiaron los bonitos artes pixelados por toscos y angulosos polígonos y nuestros géneros preferidos cayeron en desuso para dejar paso a un único estilo de juego en el que se trataba de vagar por espacios tridimensionales semi vacíos, forrados con texturas borrosas, peleando con una descontrolada cámara e intentando averiguar qué cojones estaba pasando.
Todo se había vuelto mucho más complejo de repente. Era mucho más complicado entender qué estaba pasando en pantalla, y peor era coordinar los movimientos del personaje con un mando que no estaba claro ni cómo se debía agarrar. Se acabaron nuestros ratos juntos machacando maleantes, riendo y disfrutando al calor de la Nintendo. Yo continué recogiendo estrellas con el fontanero italiano mientras mi padre volvió al Solitario Spider. Era el fin de una era, en muchos sentidos.
Mucho tiempo ha pasado desde entonces, pero no he conseguido escapar de esa afición que tantos consideran exclusiva de la infancia y la adolescencia. Sí, continúo jugando a la consola. Cierto es que no puedo dedicarle mucho tiempo (slow gaming, anyone?), pero siempre hay una de nueva generación en el salón. Y alguna de generaciones pasadas…
Como digo, mucho tiempo ha pasado. He visto al Madrid ganar 6 copas de Europa, a Guybrush casarse con Elaine, a Sega irse al guano y más versiones del Street Fighter II de las que puedo contar con falanges. Y ahora soy yo el padre. Enredé a una chica estupenda, aún no consigo explicarme muy bien cómo, y me hizo co-fundador de la empresa más importante en la que jamás podría participar. Y mientras mi creación se va acercando, con paso cada vez más firme, a su primer glorioso trienio de existencia, me empiezo a preguntar cuál será la mejor manera de introducirle al mundo de los videojuegos.
Estamos en una era en la que los chavales se debaten entre pasar las horas con pseudo juegos móviles diseñados tramposamente para que no puedas ganar a menos que sueltes la gallina o, lo que es peor, ¡viendo vídeos de otros panolis jugando! Aunque creo que cada uno debe ser libre de poder tomar sus propias decisiones, también creo que es mi obligación como padre el educar a mi vástago para que tenga el criterio suficiente para evitar por sí mismo esos abismos del mundo del videojuego. Es un asunto doblemente importante para mi, porque por un lado me gustaría que apreciara el videojuego como fin, como entretenimiento de calidad (por delante de, como decía, el juego de móvil (como concepto) o una película de Lars Von Trier), pero lo que realmente me motiva es construir con él nuestra propia versión de esos recuerdos que yo tengo con mi padre. Hacernos ese regalo de valor incalculable que es compartir una afición con alguien a quien quieres y que esos momentos abandonen lo efímero para hacerse eco en su memoria, como una cuerda más del firme puente que nos une y unirá. Y ver su careto cuando su viejo le patee el culo en el Smash Bros. una y otra vez.
No es ningún secreto que la religión que impera en mi hogar es el Nintenderismo. Y aunque soy devoto, practicante y le rezo a Farore, Nayru y Din, también soy tolerante con otros modelos teológicos. Y si mi retoño, en lugar de a Mario elige a Sonic (¿qué es lo opuesto a Mario para los jóvenes de hoy? ¿Call of Duty?), estaré a su lado con el Dual Shock 7 en mano (no será difícil de manejar, seguirá siendo igual que el primero) dándole caña a zombis, alienígenas, socialistas o las criaturas repugnantes que sea que se maten en esos juegos. Y daré toda la caña que pueda, hasta que la tecnología me supere y no sea capaz de patear un balón con el cuerpo lleno de sensores que registren mis movimientos y los envíen a una consola virtual en la nube.
Y cuando ese momento llegue, que llegará, espero estar todavía a tiempo de desempolvar mi vieja 16 bits, coger mi oxidado cartucho del TNMT IV: Turtles in Time y aparecer en casa de mis padres. Papá… ¿unas tortugas?
Manly tears :***
Se me ha metido una motita de polvo en el ojo...
Algunos recuerdos parecidos, en mi caso, giran en torno a la NES. La primera videoconsola que irrumpió en casa y que mis progenitores miraban con recelo, hasta que descubrieron Tetris (el de Tengen, el bueno). Algunas tardes se organizaban "timbas" a dobles, con anotación en papel de las puntuaciones, de las que normalmente quedaban ganadores y se disputaban la victoria ya entrada la noche. En algún momento se apagó ese interés, pero desde la distancia puedo decir que era tan divertido jugar como verlos jugar "como chiquillos".
Es muy bonito esto. Casi te perdonamos no haber sido seguero.
Genial!
Precioso! Mis padres se quedaban noches sin dormir jugando al Snake de spectrum con sus amigos. Pero claro, en esa época no tenían ni 30 años. Me hacían poner el juego y irme a dormir. Pero me escapaba de la cama a lo ninja y los espiaba jugar.
Es bonitisimo. Por desgracia mi padre es el que se cargó mi game gear y game boy a martillazos, y que ahora se emociona al ver que su hijo trabaja en jueguicos. Sin rencores papá (pero algún día espero hacer Shennae ay qué grasia papasito).
Freud tendría algo que decir sobre eso nae!
Yo nunca compartí momentos así. Al contrario los videojuegos eran la forma que tenía de jugar ante unos hermanos muy mayores y unos padres que tampoco jugaban conmigo (salvo alguna partida esporádica al chinchón). Por eso me aficioné a jugar solo y a los RPGs. Ahora con hijos pienso en como revertir la rueda. Por ahora a mi hija le encanta la board de la Wii y el Pikmin espero q la cosa siga así
¿Y por qué esperar a que llegue ese momento?
Desempolva esa 16bits y corre a echar unas tortugas pero esta vez, a 3 jugadores ;-)
Madre mía! Acabo de llegar a este post por pura casualidad, no os conocía. Soy una fan de los videojuegos desde que tengo uso de razón y a día de hoy, mamá de un nene de un año a tiempo completo y devoradora de podcasts videojueguiles, me has tocado la patata de una forma increíble. Me declaro desde ya fan vuestra y me comprometo a seguiros de aquí en adelante. Bravo! (aplause)
Pues espérate! Que tenemos podcast también!