NieR: Automata y los sentimientos no computables

—¿Te estás riendo de nosotros? —Err... Sí.

—Pues se ha quedado buena tarde.

Hay un momento en NieR: Automata bastante curioso. Tras acabarlo por primera vez, comenzamos la nueva partida con una cutscene que nos muestra los patéticos intentos de un pequeño robot por revivir a otro que hace carucha, como de gato atropellado, llevándole un cubo de lubricante. En segundo plano el androide co-protagonista del juego, 9S, hace mofa de las buenas intenciones del robotito:

—Un poco de aceite no lo revivirá.

No sé, 9S. A ti te parecerá que un poco de aceite no soluciona nada, pero sospecho que en Neverland no pensaban lo mismo. Allí tenían muchos arcades de SEGA, también, pero ese es un jardín en el que no quiero entrar.

Lo que no podemos es despreciar los intentos de un robot en querer ser humano, por lo menos a efectos narrativos. Un tema clásico del género, por otra parte, y que NieR: Automata explora sin complejo alguno. Por un lado, tenemos a los androides, protagonistas del juego, que forman parte de YorHa, el cuerpo dedicado a recuperar una maltrecha Tierra para la humanidad. Y, por el otro, los robots que pueblan los abandonados parajes terrestres y que conforman el grueso de nuestros adversarios, representando el lado más icónico del concepto robot. Esto es, metálicos, herrumbrosos y con voces de vocoder, un poco como el que suscribe esta reseña.

Estos son los mejores robots del juego. Su humanidad nos conmueve, sus intentos de adoptar los usos y costumbres de los seres de carne y hueso resultan entrañables. Se visten, establecen vínculos familiares, y hasta se van a callejones a echar un piti. Me recuerdan a los robots del polaco Stanislaw Lem, que mostraba la vida mecánica como el lógico soporte de la vida inteligente y a los humanos como “paliduchos viscosones”, un residuo evolutivo ruin y traicionero. Nadie que haya asistido a un concierto de Kraftwert puede oponerse a esta visión. Ni siquiera NieR: Automata, que encuentra en la solución del androide un perfecto armazón para todo tipo de sistemas de armamento y de juegos. Sí, de juegos. Porque este Nier no es sino un sandbox en su perfecta definición. Una caja con muchos juegos. Un hack´n´slash tan competente como el inane Bayonetta, ese cuestionable batiburrillo jugable, también de Platinum, exaltado por el flipao medio, un elegante shooter de naves con dejes a lo Ikaruga y hasta llega a mudar a un gun´n´run 2.5D, si esa mierda realmente existe.

—A ver Conchi, que el GPS no se equivoca. Si pone que Soria es por aquí, es por aquí.

Pero hablábamos de robots. De metal. Ese tipo de robot del que nos hubiéramos enamorado en Wall-E si fuésemos impresionables millenials y no tuviésemos ya los huevos negros de revisitar Cortocircuito 1 y 2 (mejor la 1). Esos pobres robots sufren de un supremacismo sonrojante por parte de los androides, que los llaman “máquinas” como si su origen mecánico fuera muy diferente del suyo. Son máquinas, sí. Creadas para destruir a la humanidad, por supuesto. Pero tienen sentimientos, o los simulan más o menos bien. Y con esto llegamos a un punto clave en la narrativa robótica canónica: ¿Tiene corazón el robot?

Hay dos opciones aquí: cimientas toda tu carrera literaria a responder que sí, como hizo Asimov, o te lo ventilas en un sencillo no. Porque no, los robots no tienen sentimientos, ya os lo avanzo yo. No los necesitan. ¿Os imagináis al sistema que controla los semáforos de Los Ángeles (o Albacete) dejándose guiar por una corazonada, o explicando que sin tanto dato, qué fastidio, funciona mucho mejor? Pues no. Eso que llamamos sentimientos y que no es otra cosa que un nombre digerible que hemos puesto a nuestros instintos animales, domesticados y racionalizados para tener oportunidades de hozar con el prójimo, son algo absolutamente innecesario para la inteligencia artificial. El problema es que los robots sin sentimientos funcionan mal en las historias y en los videojuegos. Molan más cuando se rebelan, lloran, ríen, insultan y mueren lentamente, soltando emotivos aforismos. No queremos que el GPS de nuestro coche se enfurruñe y se niegue a dirigir nuestro rumbo “porque le hemos mirado mal”, pero aplaudimos al replicante que se niega a doblar el gorro al final de la película.

—Si sois mayorcitos para trasnochar, sois también mayorcitos para madrugar.

Los sentimientos hacen peores robots. Tu vida necesita más una fría calculadora que a tu tía Merche con una copita de más. Sí a la forma geométrica y no a los bultos sospechosos bajo la ropa. Que esa es otra, ¿cómo puede preferir un robot nuestra anatomía, pensada más bien para saltar de árbol en árbol que para tareas complejas como abrir un cartón de leche? Lo siento, humanos, pero sois incapaces de mejorar el diseño inteligente exhibido por una Roomba con un cuchillo de cocina atado.

Y me vienen a la cabeza los moravecs de la incomprendida space-opera Ilión/Olympo, de Dan Simmons. Robots extraños, amorfos (uno de ellos acangrejado, perfecta anatomía para blandir armas blancas) y adaptados, sí, pero guardianes de las obras de Shakespeare, como último reducto de una humanidad adormilada y prácticamente extinguida. Como en NieR, precisamente, con unos evasivos seres humanos obligados a resistir en la Luna, tras tras ser exiliados por una invasión alienígena que ha llenado la Tierra de aviesos robots asesinos. Y sin entrar en spoiler, podemos hablar brevemente del argumento del juego que no sorprende en su fondo (son japoneses, están locos, FIN) pero sí en su forma, convirtiendo los sucesivos finales del juego en herramientas narrativas. La historia se va desvelando a cada vuelta, convirtiendo el final en una suerte de checkpoint que sigue, además, retorciendo y renovando mecánicas para alejar la sensación de repetición.

Y esa es la gran baza de NieR: Automata. Es una obra muy personal, deslavazada, irregular y caótica. Un auténtico sandbox entendido como algo más que un inútil mundo abierto lleno de tareas absurdas. Hay un método en esta locura. Una cabeza sonriente sin sentimientos que se ríe desde un rincón de tu consciencia y que te recuerda, cada vez que suena ese telefonillo que tanto recuerda al Códec de Metal Gear, la verdad última sobre los buenos videojuegos.

Que no son los que juegas con ellos, son aquellos que juegan contigo.


Por sugerir algunos títulos concretos de los que hablo en la reseña aquí van algunos topicazos que podéis ignorar si no tenéis alma de metal.

  1. Recomendar Asimov es demasiado obvio a estas alturas pero, por si queda algún despistado, podemos sugerir alguna recopilación de cuentos como “Sueños de Robots”,  así, si te carga mucho el estilo clásico de nuestra víctima de SIDA favorita, siempre puedes dejarlo a medias sin demasiada culpa.
  2. Stanislaw Lem es otra de mis sempiternas recomendaciones. También  me quedo con su producción corta, destacando Ciberiada como mejor exponente de los descarados e irónicos robots del autor polaco.
  3. Ilión/Olympus de Dan Simmons es droga dura.  Bastante maltratado por la crítica es una obra inflamada e irregular. De esos libros que acabas lanzándolo por la ventana, hastiado, pero que bajas corriendo al rato para recuperarlo porque es la jodida Ilíada en versión sci-fi y eso es como un bocadillo de croquetas; repugnantemente irresistible.

(Coaching de mongolos)

¡Arrrrtículos de coña!

2 comentarios

  1. La culpa de todo la tiene Joko, o no?
    De pasar algo más de treinta y tantos finales (multiplíquese por 25). De gastar las notas musicales de su OST. De olvidar Bayonetta por culpa de Sartre. Del vacío existencial videojueguil al acabarlo...again. De la doble frustración de un mundo fracasado cuando se hackea la copia humana. Del Hamor a generaciones a extinguir.
    Hazte una moción de censura para rematarlo, Alcalde. Y trasfiere tus datos. A ser posible a una Switch.
    Putos robots! Salid de mi cabeza!!

  2. No entiendo nada, pero todo suena super bien! :LOVE:

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