Nota de la redacción: recuperamos, por su interés, una reseña publicada hace camino de diez años por nuestro antiguo colaborador Diputado Pujalte. Un personaje polarizante que, por sus modales a menudo chulescos, generaba animadversión en buena parte de nuestros lectores, pero que algunos tuvimos el placer de conocer personalmente en las habituales «quedadas» de gentucilla de Internet, e incluso llegar a apreciarlo.
Aunque consideraba los juegos un subproducto socialmente despreciable y estéticamente subterráneo, en su adolescencia había sido consumidor habitual de máquinas de matar marcianos. De ellas apreciaba su sencillez y el placer inmediato de pegarle tiros a los alienígenas. Así, su canto del cisne fue esta reseña de Radiant Silvergun, mítico arcade posteriormente convertido en Princo de la Sega Saturn, y que por su colectibilidad y elevado precio – para el penoso nivel adquisitivo del friki medio español – se ha visto elevado a la categoría de leyenda.
Lamentablemente, el Diputado Pujalte, que en su vida civil era – cosa que casi todo el mundo ignoraba – un veterinario especializado en porcino y concejal del PSOE en un pueblo a las afueras de Salamanca, falleció en 2013 en un accidente de tráfico cuando volvía a casa de las fiestas patronales de una localidad vecina. Tenía 27 años y toda una vida por delante.
En la eterna y asquerosa discusión down with the kidz acerca de si los marcianitos pueden ser arte, la respuesta para todo aquel cuyo sentido de la estética se eleve más que vuelo de gallina debe ser clara: el silencio. Tal es la inanidad y fealdad del videojuego que no hay otra postura decente más allá del desprecio.
Radiant Silvergun es un juego de marcianitos que se inscribe en la categoría de los matamarcianos, esto es: un juego de marcianitos consistente en eliminar marcianos. Sin duda el género más noble del videojuego, si es que algo así puede existir, en tanto que el más simplón y ramplón, menos pretencioso y por ende más divertido. Los matamarcianos son los mejores videojuegos porque no aspiran a nada. Son gallinas voladoras, pero gallinas que vuelan con gracia. Y así Radiant Silvergun. Pergueñado por Treasure (insertar aquí párrafo dedicado a narrar la historia de Treasure) como canto del cisne (expresión estándar de redactor de videojuegos mediocre) de la Saturn. Ay, la Saturn. Consola horrible y fea como pocas, consola que reúne todo lo malo del videojuego en una carcasa de plástico. En una carcasa fea con un logo infamante, para ser más exactos. ¿Era ésta la Sega de la gloriosa Dreamcast? Fuese como fuere: en pleno rigor mortis de la Saturn surgió este matamarcianos, que es el Concorde de las gallinas.
En la terrible mediocridad del redactor de videojuegos de blog online, ese violador de diccionario de sinónimos, a menudo se abusa del adjetivo «barroco». Pero si algún imbécil dice o ha dicho que Radiant Silvergun es un juego barroco, habría que decir: lo es. Y de la rama flamígera y churrigueresca. Tal es la espectacular bambolla de este juego.
Se trata Radiant Silvergun de un arcade recargadísimo. Es un juego a reventar de ingenio. Esa es la palabra: ingenio. Es un matamarcianos enciclopédico, matamarcianos que resume y recapitula todo un género, matamarcianos que bebe de todas las fuentes y mama de todas las vergas. Es uno de esos pocos juegos en los que uno no cree lo que ve, que realmente sorprende por la inventiva y la ingeniosidad del diseño de niveles, quizás el más apabullante, creativo y original de juego alguno (y de su género por descontado). Más que niveles, se trataba de una sucesión de jefes finales a cada cual más imaginativo y espectacular. Jefes serpiente, jefe con dos naves que van uniéndose y separándose mientras las persigues por un corredor lleno de obstáculos, jefe-estructura en forma de cruz y luego de círculo rotatorio, jefes rotatorios, jefes múltiples, estructuras con elementos móviles, laberinto de bloques movedizos rollo frogger, el jefe wireframe (mi favorito)… y así, tras decenas de increíbles ingenios mecánicos, hasta llegar a Xiga, el jefe final, quizás el más ingenioso e impresionante de matamarcianos alguno.
En realidad, Radiant Silvergun es la materia fermentada que Ikaruga destilaría (sobre eso volveremos más adelante). La sensación es casi de desperdicio: hay genialidades que sólo aparecen una vez en el juego. Como decíamos, bebe de las más dispares fuentes: los manic shmups de pirotecnia caótica, los de balas con estructura ordenada, los matamarcianos de desarrollo horizontal con fortísimo componente de memorización (es un juego injusto, muy injusto), pero todo con una inventiva propia desbordante. El juego es en 2D pero con escenarios tridimensionales, y el recurso del cambio de perspectiva, la rotación del escenario, es un truco de magia que se utiliza cada dos por tres para dar una falsa ilusión de tridimensionalidad. Se abandona la carca y ramplona estructura dodonpachiana de siempre p’alante con ocasional subida a los cantos de la pantalla: la acción se produce por todo el televisor, el eje vertical va rotando, todo es cambiante. Enemigos delanteros, traseros, laterales. Balas ordenadas, balas caóticas, rayos láser graduales, instantáneos, megaláseres que amagan primero, que rotan, láseres que juegan a la serpiente del Nokia por la pantalla, láseres que trazan dibujos geométricos y líneas vectoriales (el genial jefe mutante-wireframe), elementos móviles aprisionadores y bla bla bla bla bla.
A todo esto se une el peculiarísimo sistema de armamento, con nada menos que seis armas que utilizan todo el pad de la Saturn. Ya no recuerdo bien: el disparo normal, el disparo-escudo lateral, el cañón trasero, los misiles teledirigidos, el rayo que permite enganchar a dos enemigos a la vez… todo ello completado con la espada de cuerpo a cuerpo y por supuesto la tradicional bomba. Para colmo, aderezado con la repanocha de los combos por colores.
El resultado es un juego cuya gran virtud es su principal defecto: demasiado churrigueresco, excesivamente complejo. Es una tormenta de cerebros genial a la que falta la simplificación, claridad de ideas. Y es ahí donde surge la razón de ser de Ikaruga. Si Radiant Silvergun fuera una bebida, sería un vino carnoso y conservador que ha pasado mucho tiempo en barrica, de alta graduación alcohólica, ya prácticamente licoroso, quizás un sauternes, posiblemente bebido en verano rodeado de tetas y muslos y culos y bloques de hígado de pato; en suma un vino que provoca sudores y exultancia y que entorpece la lengua y que amortigua voces y sonidos con la embriaguez creciente del rechoncho romano.
Si Radiant Silvergun fuese un bebedor del vino anterior, sería un tenor gordo de óperas italianas capaz de llenar estadios con un blazer cruzado de Belvest o Kiton y un ascot en motivos paisley Hermès, de veroz apetito y muy fastuosa bonhomía. Ikaruga sería un pianista de third-stream vestido con un jersey de cuello de pico en cachemir de 500 euros Kilgour o Gieves & Hawkes o de alguna marca tradicional del Row ahora haciendo méritos para ser adquirida por LVMH, bebedor de cócteles de ginebras modernas con sirope de flor de saúco.
Pero eso ya es otra historia.
Qué bonito y triste a la vez.
Vaya joya de artículo.
Genial, no recordaba este articulo, que pena que ya no habran mas como este :(
Por cierto el diputadono era el del samba de amigo, no? El estilo se parece mucho...
Efectivamente.
Joder, era mi favirito :(