Psyvariar: Complete Edition

O cómo conseguir que mole que te rayen el coche.

NOAH

No hace mucho leí una discusión muy graciosa (por el nivel de sus contertulios) sobre la enésima iteración del debate ‘los videojuegos, ¿son o no son arte?’. Ya os podéis imaginar en qué circunstancias.

Ejem.

Los videojuegos, ¿son o no son arte?

En realidad no me importa. El arte, per se (y en palabras del Indomable), es estúpido. Y esa discusión lo es más, no per se (de hecho tiene chicha) sino porque suele tener lugar en horribles foros de quinceañeros, jóvenes rebeldes enajenados y faltos de un diccionario de sinónimos tras pasarse Ico (en el mejor de los casos; FFVII en el peor).

No me metí, obviamente. (Sí que me reí un buen rato.)

Elaborando un poco, lo que se suele buscar con esas expresiones es equiparar el videojuego a la literatura, la música y el cine como ‘arte popular’, no en términos de calidad (ejem) sino de aceptación popular. Poner las ‘maquinitas’ a la misma altura que los libros en el ranking de la producción humana. Leer reseñas del nuevo Zelda o Metal Gear Solid en los mismos periódicos y revistas que te hablan de la última producción de Scorsese o novela de Oé; y lo que es más importante, del mismo estilo (¿qué sería más decepcionante que ver un periódico tradicional reseñar un videojuego sobre cien bajo el patrón gráficos-sonido-jugabilidad?). Poder discutir con el Alcalde sobre el final de Metal Gear Solid 2 (‘TURN THE GAME CONSOLE OFF NOW!’) saboreando un buen Burdeos en un restaurante de su sabia elección sin que las chicas de la mesa de al lado se rían por lo bajo. Tal vez, acercarte y enamorarlas con tu afilado y rompedor punto de vista sobre los altibajos de la obra de Kojima (en prosa académica y pendiente de publicación).

Y no, cariño, no. Por supuesto que hay videojuegos que son “arte”. Cualquier disciplina artesanal puede llegar a un nivel tal que se convierte en “arte”; qué demonios, no tiene porqué ser siquiera una disciplina establecida. Todo es arte, y nada es arte.

Todo es arte, y nada es arte, pero la mayoría de los videojuegos dan risa. Y ello a pesar de que son una disciplina inherentemente distinta a todas las anteriores, con un potencial sin par, porque disponen de algo que es, por lo menos en este grado, exclusividad suya: la interactividad. Porque los videojuegos son un nuevo (desde nuestra escala temporal) medio expresivo. Un nuevo lenguaje. Del mismo modo en que la escritura (y luego la imprenta) dio pie a la literatura, que la química y la óptica hicieron posible la fotografía, y más adelante el cine, los videojuegos tienen el potencial para crear vías de expresión únicas. Y en ocasiones lo han conseguido; mi mundo no sería el mismo sin ese Rez a mano siempre que necesito perderme en el trance de sus vectores; sin esa primera partida a Wario Ware, descubriendo la verdadera portabilidad en la frontera entre Alemania e Italia; sin los amagos de infarto en la última media hora de Ico; sin las melodías de Earthbound. Y podríamos hablar de Monkey Island, de los Zelda, de Super Mario Bros. 3, de Soul Calibur, de Silent Hill 2… eso es ya una cuestión de enfoque.

Pero por encima de lo demás, los videojuegos siempre han sido y siguen siendo entretenimiento. Porque ése es su interés primordial. Con cada vez más polígonos, mejores medios de producción y un margen creativo más restringido. Y una prensa tan lamentable como siempre.

Pero nos gustan. Oh sí, nena.

Cinco páginas de word para hablar de uno de marcianitos.

Dejemos de masturbarnos, pues, y hablemos de lo que toca.

Sobre las bondades del género.

Dejemos constancia de una vieja teoría, o conjetura más bien. Si hay un género del entretenimiento electrónico que con cierta constancia y consistencia se ha acercado a las condiciones necesarias para optar a equipararse, a formar parte con pleno derecho de esas ‘artes populares’, es el de los shoot ‘’em ups.

Son juegos que se rigen por grupo básico de axiomas que es el mismo desde tiempos inmemoriales, desde que Space Invaders sentó sus bases y sus sucesores con scroll las ampliaron. Reglas que tenemos perfectamente asumidas, que comparte con otros géneros, y que por pragmática y costumbre son inamovibles. Un shoot’ ‘em up es un circuito predeterminado, trazado por el diseñador, que avanza implacablemente a un cierto ritmo. Una vez familiarizado con las escasas herramientas de las que dispones, no hay más; habilidad, memorización y sangre fría, en proporciones variables. Es un circuito cerrado, con grandes restricciones.

Como en tantas otras circunstancias, en disciplinas artísticas y en la vida misma, este entorno tan limitado es el más propicio para la introducción de nuevos conceptos y variaciones. Para ejercer de artesano. Los shooters, o por lo menos los revolucionarios, se suelen basar en ideas puntuales (o en grupos de ellas). Coge una idea y construye (diseña niveles) a partir de ella: el sistema de power-ups de Konami; la bolita de R-Type y sus miles de clones; el chaining de RSG; los colores (y el chaining, ep. II) de Ikaruga; las variaciones bachianas de Cave; el scratching/buzz de Psyvariar. Lo demás viene implícito. Existe un acuerdo tácito entre juego y jugador, y lo accesorio se sacrifica. (¿Recuerdas el argumento de algún matamarcianos?)

Uno de los motivos por los que los videojuegos siguen anclados en una pequeña parte de su potencial es nuestra torpeza al manejar ese nuevo fenómeno de la interactividad. Y es por ello, por sus propias limitaciones y los mecanismos que éstas han hecho posible, que los shooters constituyen un campo de estudio ideal. Son una disciplina puramente artesanal, tanto o más que cualquier otra en su medio. (Es más; lo siguen siendo, porque el paso a las tres dimensiones, que tan mal ha sentado a algunos de sus congéneres, no ha comportado (con la excepción de los shooters-on-rails) grandes cambios. Y estética aparte, todos han sido para bien.)

Menos parrafadas sobre GTA3, pues, y más navecitas.

Porque hacer un buen arcade es hacer “arte”. Y hacer un buen shooter es hacer “arte”.

Vale, hablemos del juego.

Voy.

¿Has visto Annie Hall?

Es una de las primeras películas de Woody Allen, ésa por la que le dieron el oscar que se negó a recoger, enviando a una india (nativa americana, no de la India) a hacer el payaso. Probablemente se le terminaron las religiones y estaba en su época de alucinógenos. Pero la película es genial, tal vez su obra más personal, mucho más participativa que sus comedias, más trascendente que sus dramas existencialistas (uf), y muy por encima de las pseudo-comedias que hace ahora (que se salvan por los inspirados diálogos/one-liners pero nos hacen añorar al Woody de antaño). Y tiene algunas escenas impagables.

En una de ésas un jovencísimo Christopher Walken, que hace una aparición fugaz, le confiesa a un Woody que acaba de conocer cómo, en ocasiones, conduciendo de noche y viendo cómo se acerca un coche en dirección contraria, siente el repentino impulso de cambiar de carril y arrojarse de frente contra las luces. Me encanta esa escena. ¿Tal vez sea una neurosis habitual entre los conductores nocturnos? (Hay punch-line, y no requiere mucha imaginación.)

Sea lo que sea, seguro que conoces la frustración de morir una y otra vez en cierto punto del mapeado de cierto clásico horizontal, de ese boss gigantesco y barato barato que no te concede un centímetro, de esa muerte inesperada cuando todo iba tan bien que te deja sin power-ups y te obliga a resetear la consola, de ese proyectil que viene por detrás y siempre olvidas. Tener que volver al último checkpoint cada vez que pierdes una vida porque el diseñador tuvo una infancia infeliz (¿alguien dijo Gaiares?). Sin hablar de la lluvia de balas de la nueva hola de matamatas verticales, que no te dan un momento de seguridad pasada la primera pantalla. Del sistema de ranks del Garegga. De…

Todo shooter es una carrera de resistencia. Memorización, habilidad, sangre fría. Pero llega un momento en el que sólo quieres mandarlo al carajo, encomendarte a la virgen, girar a la izquierda donde siempre has girado a la derecha, pasar entre dos disparos que vienen muy juntos, lanzarte de cabeza contra esa marea de proyectiles que rodea tu mísera nave.

De frente contra las luces.

Psyvariar te obliga a ello.

What’s the fuss? The buzz!

Si no me falla la memoria, Radiant Silvergun fue el primer matamata en introducir lo que se vino a llamar scratching, un mecanismo que premia el hecho de acercarse peligrosamente a los disparos enemigos, creando una dualidad riesgo-recompensa que premia un juego más activo. Claro que en RSG no era más que un gimmick para subir niveles, perdido entre una cantidad absurda de ideas brillantes con el inconfundible sello de Treasure. Psyvariar se basa enteramente en este concepto, rebautizado en esta ocasión como buzz. Y digo enteramente. Desde que en algún oscuro despacho en las entrañas de Skonec alguien propuso hacer otro shooter, desde que al chico de los cafés le tocó hacer los bocetos de las naves en el cuarto de la limpieza, durante la fase de programación y diseño de niveles, y sin duda en el refinamiento de la Revisión. El buzz siempre estuvo ahí.

La zona de impacto de la nave es, siguiendo las nuevas directrices del género, mucho menor que su propio sprite, y a medida que los proyectiles de los enemigos rozan sus laterales (o destruyes enemigos, pero en menor medida) se llena una barra de experiencia, a lo RPG. Una vez llena hasta el tope, la nave sube de nivel, consiguiendo un chorro más bestia y una breve pero importantísima invencibilidad, amén de cambiar de forma (a cada cual más hilarante) cada ‘x’ niveles.

Sí, subir niveles es vital. No levantes la ceja todavía. No hay que perseguir balas extraviadas como si fueran enemigos de bajo nivel (entre nosotros, sacos de experiencia) en el RPG medio. Porque la pantalla estará constantemente saturada de disparos de mil colores y formas siguiendo toda clase de patrones geométricos, rozando el absurdo en el caso de ciertos bosses. Balas, balas, y más balas. Y no debes evitarlas. Debes comértelas.

Pero todo eso no lo ves en la primera partida.

Quince minutos de gloria.

Eso es lo que dura. Por no decir diez. Las pantallas son cortísimas, incluso para lo que nos tienen acostumbrados la nueva hornada de shooters verticales. Del orden del minuto, con el boss de turno al final que suele durar otro minuto o poco más. Es más, es fácil. Probablemente sea uno de los shoot’ ‘em ups más fáciles de conquistar con un solo crédito. ¿Y entonces qué? ¿¿¿Sacar más y más puntos???

No, no. O mejor dicho; sí y no.

Por supuesto, la superación personal es parte de todo buen arcade. Pero para ello deben existir incentivos.

Parte de la genialidad en el diseño del juego reside en su estructura de selección de fases. Al terminar cada pantalla podremos elegir cuál jugar a continuación, a lo Darius, pero en base a nuestro rendimiento. Es decir, hay pantallas bloqueadas, y deberemos lograr un cierto nivel al final de cada fase para acceder a las mismas. Por ejemplo, tras la fase de introducción (1) hay cuatro segundas fases posibles, de 2-A a 2-D. Para desbloquear la última tienes que subir 20 niveles, ¡20!, en ese minuto de juego. Desbloquear nuevos niveles y evoluciones de la nave a base de tirar de buzz y mejorar tu registro de level-ups, más que tu puntuación, es la salsa de Psyvariar. Es irónico que un juego que probablemente termines durante la primera hora (sin mucho credit-feeding) tenga una curva de dificultad tan perfecta.

De botones y malas artes.

X: disparo.
O: bomba.
R1: freno.

Y a partir de ahí, a descubrir América.

La clave del juego es, como he repetido n veces, el buzz. Pero no para potenciar tu disparo, que es algo bastante secundario, sino porque en el momento de subir de nivel (y subir de nivel equivale a buzzear, especialmente a medida que avanzas en el juego) consigues una breve invencibilidad. Muy, muy breve. Pero en ese instante de efímera omnipotencia puedes comerte, literalmente, las balas. Y subir otro nivel. Y comerte más balas. Y subir otro nivel. Y encadenar cuatro o cinco level-ups bailando en el fuego enemigo, o encima del enemigo, usando tu nave como arma. Y hacerlo en tu primera hora de juego, si comprendes la mecánica. Escuchar como la robótica voz que anuncia los level-ups no puede seguir tu ritmo es un boost de autoestima sin precedentes.

Esa mecánica se convierte en algo imprescindible a medida que avanzas en el juego, especialmente en las batallas contra los jefes de fase. La cantidad de balas en pantalla puede llegar a ser absurda, en ocasiones solapándose unas a otras y cubriendo un porcentaje tan elevado del espacio que es virtualmente imposible encontrar una vía de escape. La clave es utilizar ese mecanismo a tu favor, por ejemplo dejando la barra en la situación justa para que con un poco más de buzz subas de nivel y puedas encadenar algún level-up más sumergiéndote de lleno en la marea o por lo menos escapar a una zona segura. Suena difícil… y es casi imposible. Parece que todavía no se había puesto de moda el slowdown intencionado, y el ritmo es frenético. Pero sale, de vez en cuando, y señor, es el éxtasis. Para facilitarnos el juego a la gente normal tienes además unas pocas bombas que revientan todo lo que haya en pantalla, proyectiles incluidos, y que bien utilizadas ayudan a librarte de la excesiva dificultad de ciertas situaciones.

Me falta comentar el ‘freno’. Con el R1 (o cualquier gatillo) la nave entra en barrena (se pone a girar como una peonza… y el efecto plástico en ciertas evoluciones de tu nave es delirante), reduce su velocidad y concentra el fuego en un chorro vertical, en lugar de esparcirlo en varias direcciones. Los cambios de velocidad, que son instantáneos, te dan mucha libertad y permiten esquivar proyectiles y buzzear más efectivamente (el bonus por buzz en barrena es doble), perseguir balas perdidas o escapar a zonas de la pantalla más libres. Y concentrar el fuego permite atacar enemigos selectivamente, para permitir que suelten sus disparos y poder frotarte con ellos.

Hablemos un poco de las balas, que son las protagonistas del juego. Los enemigos están para lanzarlas y la mayoría ni se mueven. Son de mil colores y vienen en mil formas. En ocasiones siguen patrones claros, en otras no, y en las pantallas de mayor dificultad se mezclan unas y otras con resultados impredecibles. La suma de factores controlables se vuelve incontrolable (recuerda un poco al Noiz2sa, aunque sin su aleatoriedad y por tanto, extremos). Ciertos bosses siguen patrones geométricos que te obligan a ejecutar maniobras suicidas como cruzar toda la pantalla de lado a lado siguiendo una parábola concreta porque todo lo demás está lleno de disparos, o lanzan ráfagas que te encierran en un rombo minúsculo, que se mueve y/o expande y contrae mientras el cabrón te lanza proyectiles normales. Esos momentos son memorables, y echo de menos alguno más.

Puede parecer que Psyvariar es para unos pocos locos del matamata, dispuestos a memorizar todos los patrones y movimientos y repetirlos hasta ser capaces de ejecutarlos sin la menor falta. Y en cierto modo, así es. La cantidad de estrategias que eres capaz de desarrollar a las pocas horas (tras comprender su mecánica) es sorprendente: desde no matar ciertos enemigos para aprovecharte de sus proyectiles, combinar las dos velocidades para moverte de zona a zona y buscar la mayor densidad de balas, dejar la barra casi al máximo y aguantar entonces el level-up hasta el momento oportuno, encadenar level-ups, comerte enemigos, refugiarte en los resquicios más improbables de un tsunami de balas de mil colores, etc. Y por si te falla la imaginación esta edición incluye algunos vídeos (pocos) de un japonés loco capaz de todo eso y más. Se puede. Pero es difícil. Aún así, la mayoría nos daremos por saciados con aquello meterle mano a las balas y gritar ‘who’’s your daddy now!’.

Y qué adictivo es, joder.

Pero bajemos un rato a la tierra.

Pero tío, es taaaaaan 1997…

El juego tiene ya sus añitos y se nota especialmente en el apartado gráfico. Los enemigos son por lo general sosos, de diseño simplón, y muy estáticos. Algunos bosses impresionan, como ese bicho metálico de tres patas de resonancias rezianas y color rojo pasión que gira sobre sí mismo, pero la mayoría son masas inmóviles y feas que se limitan a disparar. El bicho final parece un cometa. Es una lástima que no pusieran tanta imaginación en el diseño de los enemigos como en el de tu avatar, porque todas sus evoluciones son impagables: cabezas de calamar lovecraftianas, molinillos de café, anclas giratorias, caperucitas (con capa), un vic viper estilizado y un par de formas tan alienígenas que recuerdan a los últimos mandos de Nintendo… Lo que quieras ver. Podrían usarse para una variante tridimensional de Rorschach.

Los decorados dan vergüenza ajena. No existe interacción alguna con ellos (dada la pureza conceptual de Psyvariar no es que sea necesario, pero en un par de puntos confunde ver muros o asteroides) y los fondos son entre feos y feos de narices, con texturas que ya daban vergüenza ajena en una PSX y patrones tan psicodélicos que servirían de ilustración de portada de algún libro de Leary. O siendo más gráfico, como esos dibujitos que se pusieron de moda hace unos años para ver cosas en relieve cruzando los ojos hasta quedarte bizco. No espero un Goya, pero es lo que sale debajo de las balas y esa insistencia en usar blandengues tonos pastel o combinaciones de colores chillones en movimiento garantiza más de una muerte tonta y más de un oftalmólogo feliz. Tampoco ayuda que dichos disparos cubran todos los colores del arcoiris… incluyendo el azul. Que es el color de tu propio cañón. Pero para ser justos mueve muchas cosas en pantalla sin ralentizaciones notables, y a 60 Hz. Y si puedes y quieres, y debes, tienes modo TATE a tu disposición.

La música, clásico ineludible en cualquier shooter… no me disgusta. Es una electrónica tirando a irregular, con momentos bastante buenos, como la de la última pantalla en nivel B (ahí estoy atascado yo ahora), con ese genial drum’n’bass de puro Amon Tobin, y otros entre sosos e inertes.

Dos y dos

Para atar cabos sueltos.

Esta edición ‘completa’ contiene dos modos de juego, ‘Medium unit’ y ‘Revision’. El primero es la recreativa tal y como vio la luz hace ya un lustro, y la segunda es una versión bastante pulida tanto en la presentación del juego como en su mecánica, con nuevos sprites, patrones de disparo y pantallas extra. Además, puedes buzzear cada proyectil varias veces y la hitbox de la nave es más pequeña si cabe, con lo que es más fácil subir de nivel y encadenar level-ups. Premia más si cabe el pequeño kamikaze que todos llevamos dentro, resulta en un juego más frenético y, sin duda, cercano a la concepción inicial de Psyvariar. ‘Revision’ no va de sobrevivir sino de buzzear, y es el auténtico Psyvariar. Cierto es que en el mundo de los matamatas las diferencias son suficientes para considerar la revisión una casi-secuela del original, pero la mayoría nos centraremos en una y la buena es la segunda.

El juego incluye también un agradecido modo para dos jugadores que es bastante divertido. Es cooperativo, por supuesto, pero el sistema de level-ups lo hace también en parte competitivo. Eso sí, añades otro chorro en pantalla (chorro, porque eso es lo que disparas, un gigantesco chorro psiónico), por lo que tu oftalmólogo estará doblemente contento.

Conclusión: Psyvariar tiene arte

Como chainear en Ikaruga. Como la ritmicidad de Gradius V, y su constante lucha contra los elementos. Como la awesomeness sin adulterar de Radiant Silvergun. Pero Psyvariar es distinto. Es de una pureza conceptual tan extrema que es difícil ‘pillarlo’ sin poner algo de tu parte. Ciertos juegos de Cave no andan muy lejos, pero en la práctica son bestias muy diferentes.

Su curva de dificultad es puro genio, adaptándose tanto a usuarios de mayor o menor habilidad a la vez que a tu propia progresión. Dado su frenetismo, su duración es más que un defecto una virtud. Y la dualidad riesgo-recompensa inherente al buzz es un concepto genial, y está perfectamente implementado (porque no todos queremos jugar únicamente a puntos, y las nuevas pantallas y digievoluciones de tu avatar aeronáutico son un incentivo excelente para mejorar). Abusando de la retórica: Psyvariar es una hoja en blanco. Crea un marco, y es responsabilidad del jugador crear el contenido. Pero una vez absorto en él, descubres que es el shooter más democrático que has jugado nunca. Y estoy tentando de decir también el más divertido.

Porque a veces lo único que de verdad quieres es arrojarse contra las luces.

Un comentario

  1. Estas juventudes imberbes no lo saben, pero para los auténticos conocedores del noble género de los matamarcianos estos textos son PORNO DURO. Mis aplausos entusiastas.

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