Perros en videojuegos (II): GUAU

A la pluma: Kim Kapwham

En mi casa siempre estuvieron las cosas muy claras con respecto a videojuegos: si los quieres, te los compras con tu dinero, chato. La mayor aportación que hizo jamás mi padre a mi infancia videojueguil consistió en traer un Commodore 64, dejarlo encima de la mesa y decirme «hala, ahí tienes para que te fosties con él». Aquella tarde, yo fui el niño más feliz del mundo. La tarde siguiente descubrí que todos mis amiguitos tenían Spectrum y que aquellos casettes no eran compatibles entre sí, y me sentí traicionado y estafado. Aún no conocía a Sega.

A quien sí conocería unos años más tarde sería a Indiana, un bello ejemplar de pointer inglés blanco y negro de ventipico kilos, nariz afilada y la insólita capacidad de pasar de 0 a 100 km/h en poco más de segundo y medio. Indiana en principio se vino con nosotros como recuerdo postrero de los tiempos de cazador de mi progenitor, quien prefería con mucho hollar los montes en busca de perdices y liebres a cambiar pañales y aguantar lloros de una familia muy numerosa. Sin embargo, aquella cosita peluda y esmirriada no tardaría en revelarse como un miembro más de la familia, mostrándose ferozmente protectora con todos nosotros aunque siempre mostrase una especial predilección por un servidor. Probablemente porque era el único imbécil de la casa dispuesto a ponerse un chubasquero a las seis de la mañana y bajar a pasear una hora con ella hiciera viento, lluvia o nieve.

Pero como os contaba al principio, aquí si se quieren videojuegos uno se los tiene que pagar. Y es una regla que siempre se ha llevado a tocateja, por lo que si quería comprarme una consola nueva servidor tenía que currar. En mi caso, solía ir a vendimiar para sacarme unas pelillas con las que alimentar mi gravosa afición. Corría el año 2000 y servidor estaba enamorado. En concreto, estaba enamorado de una máquina llamada Sega Dreamcast. Aquello era el sueño húmedo de cualquier rata de recreativos: no sólo te ponía en casa los últimos juegos arcade, es que además los mejoraba. En mi mente desfilaban los GDroms de Street Fighter III 3º Strike, The King Of Fighters 98 y Guilty Gear X como oscuros objetos de deseo. Aquellas fueron las primeras vacaciones de verano que estaba deseando que acabasen, y el 7 de Septiembre ya estaba el primero en el tajo de las viñas valencianas. Tres semanas de trabajo agrario febril en la que cada vez que limpiaba las tijeras de podar escuchaba aquello de «a tale of souls and swords…» y entre cada racimo de tinta bobal, garnacha o cencibel distinguía la melena morada de Ayane. Fue recibir el sobre con el jornal de tres semanas, volver a Madrid y no pude esperar siquiera a llegar a casa. De la estación de Atocha al Centro Mail de Santa María de la Cabeza, al que algún gilipollas había renombrado como GAME. Póngame usted una Dreamcast, una memory card con pantallita, un Soul Calibur y un Dead Or Alive 2. No, no lo quiero para regalo. Métase usted el Sonic Adventures por donde el sol no alumbra, degenerado.

Y de esta guisa me planté de vuelta al hogar. Mano izquierda: bolsa con ropa sucia y utillaje. Mano derecha: gozosa Dreamcast y aditamentos. Sin embargo, había ignorado un detalle vital: Indiana. El pobre can llevaba tres semanas sometido a la tiranía de mis perezosas hermanas, quienes no alargaban sus paseos más allá de 3 minutos. El pobre animal me había echado bastante más de menos a mí que yo a ella. En el momento en el que abrí la puerta y me olió, salió disparada en trayectoria directa de colisión con mi esternón para saludarme. Juro que desde que giré la llave hasta que abrí la puerta escuché dos estampidos sónicos. Tal demostración de amor y devoción perrunos acabaron con mi tórax convertido en arenilla playera, un hermoso chichón en la nuca por el impacto contra el suelo y ¡oh, condenación y holocausto! la bolsa de la Dreamcast ejecutando un doble mortal hacia atrás con barrena posterior escaleras abajo. Golpeó cinco escalones distintos antes de pararse un piso más abajo, cada CRUNCH resonando en mis oídos como las trompetas del fin del mundo.

Una hora más tarde, el mismo pervertido babeante del Centro Mail que había tratado de venderme porno flurry azul recibía de vuelta una Dreamcast que sonaba como unas maracas si se agitaba. Que vaya mierda de trasto me habías vendido. Ni encenderse siquiera. Vaya basura, de los creadores de la Saturn tenía que ser. Cámbiamela ahora mismo o te pongo una reclamación que la OCU se va a hacer un collar con tus vértebras. Y esta vez la probamos en el expositor porque no quiero darme un tercer paseo. No, no quiero reservar una Game Cube. Además de pervertido, pederasta.

Aquella tarde supe que mi alma acabaría inevitablemente en el infierno. Pero también sé que allí tengo a una amiga muy querida que me estará esperando con la correa de pasear lista, para irnos juntos a reírnos de los nintenderos que arden en las calderas de Pedro Botero.


A la pluma: Jan

LOS PERROS ZOMBIES DE RESIDENT EVIL

Los lectores más veteranos sin duda sabréis que los perros siempre han tenido una gran presencia en nuestra página. Los ha habido discretos, y los ha habido que lamían la entrepierna de su dueño por salir en prácticamente todas las noticias y entradas de la página. En mi caso, la primera época de la página estuvo marcada por un fiel compañero que me asesoraba en todas las cosas que hacía y en todas las guerras que iniciaba contra el resto del mundo de internet. Un espléndido ejemplar de Golden Retriever, cuyo nombre los lectores más veteranos habréis oído mencionar alguna vez: Nintenmayoneso.

Nintenmayoneso, a pesar de ser un perro de raza, de su regio porte y de sus trazas borbónicas (sus padres eran hermanos), siempre fue un perro muy considerado con las minorías. Quizá porque en casa tenía un buen ejemplo conmigo, miembro de la casta seguera, él sentía mucha compasión con los más desafortunados, lo cual le llevo a identificarse con -en aquel momento- la minoría oprimida nintendera y, al igual que Cassius Clay, cambiar su bonito nombre de Mayo a Nintenmayoneso, como defensor de la igualdad y los derechos civiles de los nintenderos y de los perros que no eran de raza. Porque esa era su otra pasión, ayudar a los pobres perritos sin recursos, con los que nunca escatimó en gastos, como regalarles pelotas de tenis mordisqueadas o dejar que le oliesen el ano. Todo era poco para los más desfavorecidos.

En el ámbito de los videojuegos siempre recordaré la anécdota del Resident Evil Remake en Gamecube. A Nintenmayoneso, como nintendero, no le parecía un juego acorde con la filosofía de Nintendo. Demasiado violento y falto de amor. Como activista perruno, despreciaba la violencia y crueldad con la que se trataba a los pobres dobermans zombies que poblaban el juego. Al final, como él decía, el pobre doberman no tenía ninguna culpa, solo era un fiel reflejo de su dueño zombie. No castigues al perro, castiga al dueño. Y así se me quedaba mirando con esa carita lastimera que me obligaba a huir corriendo de los dobermans en lugar de darles plomo. Así era él, integro y pesado. Muy pesado. Capaz de mirarte media hora sin pestañerar mientras comías.

Desafortunadamente ya hace años que Nintenmayoneso cruzó al otro lado del arco iris, a un lugar mejor. Un lugar en donde solo nos podremos reunir si cometo muchas maldades en vida. De momento no voy mal encaminado. El reino Champiñón.

Me gusta fantasear con que él es feliz allí… meándose en la alfombra del dormitorio de Peach, mordisqueándole la gorra a Mario y robándole a Yoshi los huevos que entierra. Por las noches, el dulce Iwata le enseña lo que aprendió en su alocada juventud en Bangkok, y Gunpei Yokoi le alecciona en que hay que usar los pasos de cebra y mirar a los dos lados antes de cruzar una carretera. Y se ha hecho muy amigo de Hiroshi Yamauchi. Yamma siempre le dice: «Chico, muerde a tu adversario por el cuello, aprieta bien fuerte y nunca sueltes la presa, mientras gruñes GRRRR”

Espero que a mi amigo le vaya bien allí. Lo merece.

4 comentarios

  1. Todos los perros van al cielo, incluso si sus dueños son segueros.

  2. Un perro no puede ser seguero!

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