7 segundos

Fue Benjamin Libet, un neurólogo estadounidense, quien inició una serie de experimentos clásicos hoy en día en el ámbito de la neurociencia. Usando la electroencefalografía, estudió los procesos de las tomas de decisiones y sus umbrales conscientes.

El más famoso de todos ellos era algo realmente simple. Se pedía a un sujeto que apretara un botón simplemente cuando sintiera la sensación de hacerlo y que avisara cuando notara ese impulso. Midiendo la actividad eléctrica del cerebro Libet descubrió una cosa asombrosa. La señal del cerebro era anterior al momento de la toma de decisión declarado por el sujeto. La actividad cerebral ocurría hasta 7 segundos antes que la decisión.

Este experimento, recreado posteriormente, siempre ha ofrecido el mismo resultado. Y nunca ha estado exento de polémica. La conclusión más obvia es que no existe ninguna libertad en nuestras acciones conscientes. Es decir, no tomamos decisiones y es nuestro inconsciente el que nos dirige hacia una tonta sensación de libertad. De ese modo, nuestra consciencia activa queda relegada a una especie de CEO decorativo, un poco como Haru en Gamerah que bendice decisiones ya tomadas por no se sabe muy bien quién y que él cree suyas (1).

Otras conclusiones derivadas de ello chocaban con temas espinosos como la idea religiosa del libre albedrío que preocuparon al mismo Libet, hombre de convicciones espirituales, que nunca quiso hacer de su experimento una verdad absoluta para poder seguir yendo a los oficios dominicales sin que le miraran raro (2).

No son esas las conclusiones las que nos interesan (3), sino otras más relacionadas con nuestra forma de interpretar los videojuegos. Una primera lectura obvia sería que nadie decide adquirir una consola de Nintendo y que es Yamauchi, desde su tumba dorada, quien, actuando como una conciencia a distancia, ya decidió que nos la compraríamos. Esto explica muchas cosas de los hábitos de compra del nintendero medio, pero no nos sirve demasiado a la tesis que defenderemos.

Una de las objeciones que sufrió el experimento de Libet fue que podría explicar decisiones casuales, sencillas, como apretar un botón en un experimento. Pero defender que el mismo fenómeno se podía aplicar a decisiones complejas como abandonar tu trabajo y tu familia y dedicarte a vagar desnudo con una mazorca de maíz por la estepa rusa o decidir hacerte nintendero, era harina de otro costal.

Yuval Noah Harari, autor de los recomendables Homo Deus y De animales a dioses, dice que no. Que el proceso es exactamente el mismo. Decisiones simples o complejas siguen el mismo patrón. Algoritmos en nuestro cerebro toman decisiones y luego es nuestro “yo consciente” quien se encarga de justificarlas, construir historias y vendérnoslas a nosotros mismos con un lacito rosa (“La Switch me vendrá bien porque hago muchos viajes en autobús. Da igual que mi trabajo sea conductor de autobús»)

Este es el momento en el que intento enlazar toda esta erudición de sección de autoayuda de gasolinera al tema de los jueguicos sin patinar demasiado. Que Libet utilizara un botón para su experimento ayuda. Bendito Libet. Porque de eso va nuestra peterpanesca afición; de apretar botones en el momento adecuado. Lo que pasa es que no somos nosotros quienes decidimos cuándo es ese momento. Es un algoritmo en nuestro cerebro el que juzga adecuado colgar al bueno de Nathan Drake de aquella cornisa señalizada con leds para que echemos la mañana allí colgados sin esfuerzo alguno.

Y es eso hacia lo que apunta una lectura más profunda del experimento de Libet. Apretar botones no es un acto consciente. Claro que todas las demás decisiones que tomamos en la vida tampoco lo son. Y es aquí donde, sin ánimo de cuestionar las conclusiones de Harari que bastante tengo con robarle muchas de sus ideas, recojo parte de esa razonada crítica de que las decisiones complejas son quizá un excesivo crédito que otorgar a los algoritmos de nuestra mente. A la fiesta de la decisión compleja también asisten nuestros recuerdos conscientes e inconscientes, factores externos como la meteorología y, por qué no, el pie con el que nos hemos levantado esa mañana. Harari diría que no son más que factores ya contemplados en ese algoritmo cerebral, pero permitidme creer que en ese tipo de decisiones nuestra consciencia tiene un papel algo más elaborado que el ujier que abre, cierra la puerta y recoge al acabar, que me dejáis todo hecho unos zorros.

Es decir, que quizá colgar al pobre Drake como una longaniza sea un acto guiado, pero me cuesta creer que solucionar un puzzle de The Witness siga el mismo proceso.

Quiero pensar que Libet hubiera sentido curiosidad por los videojuegos. Un entorno en el que apretar botones y tomar decisiones forma parte esencial de la experiencia. Seguramente hubiera añadido matices a su idea ya que, en mi opinión, es un entorno perfecto (junto a la interpretación musical (4), posiblemente) para experimentar el “efecto Libet” físicamente.

¿Nunca habéis sentido esa sensación de que tu mente ha desaparecido y tus dedos vuelan solos? Bien, pues no era una sensación. Era algo real. Nuestros algoritmos tomando el control. Algo que no sientes jugando al Minecraft, claro, pero que seguro que dándole al Daytona has sentido. Perder el control, jugar a ciegas, hacerte uno con el juego. El tiempo, congelado. No, no son los claims publicitarios de la contraportada del REZ. Es algo que puedes sentir en la punta de los dedos y que, en un ejercicio de resentimiento, me hubiera gustado asociar a la clara superioridad de los arcades de SEGA, hasta que el Gordo de Minesotta me nombró F-ZERO arruinando una excelente teoría para humillar a los nintenderos. Lo bueno es que la muerte de esa teoría alumbró otra aún más ofensiva que paso a desarrollar.

Teoría del Nintendero pobre.

Las consolas de Nintendo delatan bajos sustratos sociales. Esto va así. La educación seguera comienza inopinadamente en el amor por el género arcade. Podemos datar el periodo de máximo esplendor del género en la época de aplastante superioridad de los artilugios de SEGA en salones recreativos, que arrastraron a una legión de fans rendidos para siempre a los encantos del erizo azul. Estos salones se ubicaban siempre en los centros urbanos de las ciudades, lugares donde la vivienda era más cara y donde las clases acomodadas hacían vida, dotando a sus retoños de una inagotable suministro de monedas de cinco duros. Es obvio inferir que los habitantes de los suburbios no gozaban de semejantes instalaciones, conformándose con ajadas máquinas de bar obrero, quemadas de cigarrillos y con colores desvahídos por el entorno insano. No es descabellado pensar entonces que, con este panorama, el chaval de extrarradio prefiriera encerrarse en su piso de protección oficial, al abrigo de borrachos y jeringuillas, y pedir a sus ausentes padres una consola de Nintendo (colores desvahídos) con la que aliviar su soledad. Quizá los tiempos de revisionismo nintendero que vivimos tengan mucho que ver con un reprimido odio de clases. También es posible que toda esta teoría sea una patraña descomunal, aunque os aseguro que podéis pasarlo realmente bien ofendiendo a unos cuantos nintenderos con ella. Pero cuidado, son pobres pero saben cómo usar una botella rota.

 

Pero volvamos a lo nuestro ahora que los nintenderos están despistados, preparando sus mensajes de dulce hatemail. Es posible que el género arcade, quizá perdido para siempre entre esos nuevos y confusos géneros como metroidvanias y tiposouls, sea el entorno natural donde las teorías de Libet cobran fuerza. Pensando en títulos adecuados he topado con mi manquismo. Soy posiblemente el peor jugador de arcades al que le encantan los arcades, así que para encontrar ejemplos a la altura he pedido la colaboración de otros redactores de esta santa página:

El Gordo de Minesotta

A mí los arcades también se me dan como el culo, en gran parte porque ni a mi madre ni a mi padre les pagaban en monedas de 5 duros. Gracias a Dios, crecí en el cálido regazo nintendero, tomándome los juegos con calma y guardando mi paga semanal para la Verónica, una joven empresaria que comerciaba en nuevas experiencias. Lo que menciona el Alcalde lo experimenté con, efectivamente, los F-Zero, también conocidos como «Nintendo haciendo de Sega mejor que Sega» (y el chiste cósmico es cuando Sega hizo un F-Zero, un acto supremo de manipulación emocional del cual mamá estaría orgullosa). ¿Quién no adora caer en esa mezcla bizarra de concentración absoluta y abstracción Zen? Cuando despiertas has acabado el Grand Prix ganando todas las carreras y que te aspen si sabes cómo.

Yusepon

Uno, dos, crochet Uno, dos, crochet Uno, dos, crochet. Me muevo manteniendo la guardia sin pensar en nada, concentrado en escuchar la siguiente orden. El entrenador cambia la serie. Uno, dos, gancho, crochet, derecha, crochet. Uno, dos, gancho, crochet, derecha, crochet. Uno, dos, gancho, crochet, derecha, crochet.

Yo oigo las órdenes, pero mi cadera y mis brazos las ejecutan sin que medie el cerebro. No se si estoy pegándolas bien. Solo pego al saco. Paro cuando termina el asalto. Pienso en mi cansancio. Noto el dolor en los nudillos. Bebo agua. Suena la campana. Vuelta a pegar. 

Final Fight era algo parecido para mi. Además, es en el único juego en el que he sentido cada golpe que lanzaba Cody contra André y compañía como si los hubiera dado yo. Los asaltos los representaban cada tanda de malos que iba apareciendo al avanzar por la pantalla. Golpe, golpe, cambio de dirección, golpe, agarre, lanzar hacia el lado contrario. No pensabas en nada. Solo lo hacías, como lanzar el ataque especial cuando un impulso te obligaba a ello. El cerebro te echaba la bronca porque aquello gastaba vida. Lo hacía cuando finalizaba el asalto, en el paseíllo hasta la siguiente tanda, cuando mirabas cuánta vida te quedaba. Echabas un ojo a la situación de los barriles de recompensa y te situabas en el punto en el que tu memoria te decía que iba a aparecer el siguiente de los malos. Comenzaba un nuevo asalto. Cerebro en off. Pulsa el botón.

Kim

Ver jugar un matamarcianos bullet hell produce confusión y asombro. Lo único que observas son miles de proyectiles de colores chillones moverse a toda velocidad mientras un tarado mantiene la vista en la pantalla sin apenas moverse. La cosa no cambia mucho cuando coges el mando y comienzas tu primera partida. Tratas de aplicar la lógica, de memorizar las trayectorias, el orden de las oleadas y los puntos seguros. Y mueres irremediablemente. Una y otra vez. 

Craso error. No existe la lógica. No existen los puntos seguros. 

Jugar a un buen danmaku consiste en dejarse llevar. No se puede combatir el caos. Respirar hondo, exhalar largo y ser uno con La Fuerza. No pienses, siente. Es un trance zen, una de las situaciones más puras que pueden darse hoy en día en un videojuego. Ni alardes gráficos, ni motores de radiosidad, disonancias ludonarrativas o pollas en vinagre. Eres un pequeño puntito en una galaxia de destrucción. Todo quiere matarte. Y tú, mediante un ligero, casi imperceptible toque de mando, esquivas todo eso y más. Una gran explosión anuncia la muerte del final boss y la pantalla de puntuación. Vuelves a la realidad y miras extrañado los millones de puntos que has conseguido no recuerdas cuándo. Respiras hondo, y vuelves a sentir La Fuerza. El Universo es perfecto, y tú formas parte de esa perfección.  

 

Después de semejantes testimonios, poco puedo añadir. En mi caso, Guitar Hero, Ikaruga y algunos momentos de los Burn Out son los momentos en los que se me desactiva el yo consciente y mis torpes dedos toman el control. El tiempo se detiene, se estira. Enlazas notas, adelantas por huecos imposibles, encuentras el hueco sin balas donde deslizarte. De un modo extraño, te vuelves un jugador mejor cuando dejas de ser un jugador. Cuando tú eres el jugado, que diría Cortázar.

Así que de esto se trata. Nunca has jugado a un juego. Han sido algoritmos cerebrales generados en el origen de la especie humana. Tus deseos, tu consciencia y tu habilidad tienen un retraso de hasta 7 segundos con respecto a los impulsos motores que mueven tus dedos. Sin embargo lo que Libet no sabía es que hay ocasiones en las ese retardo se convierte en un placer que escapa a cualquier experimento. Cuando te conviertes en el propio juego.

 


1. No es broma esto. El “yo consciente” que creemos al mando funciona como un justificador universal de nuestras decisiones no conscientes. Otro experimento interesante. Se hipnotizó a un sujeto (otro sujeto, esperemos) y se le ordenó que saliera a la calle con un paraguas abierto a pleno sol. El hipnotizador, en plena calle, le sacó de su trance y le preguntó qué hacía con un paraguas si no llovía. El hombre no sabía dónde estaba, pero respondió con naturalidad pasmosa que lo había sacado “por si cambiaba el tiempo” VOLVER

2. Esto me lo he inventado. Es de las pocas cosas que no he copiado, directamente. VOLVER

3. Sería una tentación ¿no? No hay libre albedrío, así que comer la manzana del árbol del conocimiento fue un simple acto protocolario y Eva no fue esa mujer original, arpía y manipuladora, que todos siempre hemos creído culpable de todos los males que nos rodean, incluidos los kiwis (¡una fruta con pelo!) y Nintendo. Pero las implicaciones en otros ámbitos son aún más escalofriantes. ¿Quién aprieta el gatillo de un arma? VOLVER

4. James Rhodes relata este mismo fenómeno en los más inspirados pasajes de su archiconocido “Instrumental”, aunque quizá más enfocado en la memoria muscular, otro de los aspectos quizá relacionados con él. Pero para ver esa sensación en directo, nada como ver a Glenn Gould interpretando las no menos conocidas Variaciones Goldberg de Bach. Quizá su Asperger lo hubiera convertido en un jugador prodigioso de Dondopanchi. Nunca lo sabremos. VOLVER 

(Coaching de mongolos)

¡Arrrrtículos de coña!

11 comentarios

  1. Schiff, Richter > Gould

  2. Por eso soy tan malo a los arcades. No soy yo, son mis algoritmos.

  3. Haz así, alcalde, que tienes unas gafas de pasta en la cara...

    Na, ha estado muy bien. Muy interesante la lectura.

    Y muy bien seguir denunciando el revisionismo Nintendero, no nos callaran.

    • Muy gafapasta? Era precisamente lo que quería evitar...

  4. Ha estado muy bien. Menudo mindgame el tío del paraguas, me declaro fan. Me gustaría comprar una camiseta suya.

  5. 7 segundos? En ikaruga en 7 segundos te han matado 7 veces.

  6. JAJA, es gracioso porque escribe muchas veces la palabra SEGA, pero SEGA esta muerta y por eso es muy gracioso.

  7. Ahora va a resultar que el Super Meat Boy me lo he pasado de forma inconsciente. Lo que se aprende con la Gamerah...

  8. Me ha gustado un puñao el artículo, por lo que te he leído en twitter creo que eres aficionado a la ciencia ficción, si no has leído "Visión ciega" de Peter Watts (que por lo que has escrito diría que sí) deberías hacerlo ya porque trata de una forma alucinante todo este tema de la mente consciente, que parece un burro de carga a los mandos de un Ferrari.

    Por otro lado, el tema de la suspensión de la conciencia al jugar es otra cosa que a mí me flipa de los videojuegos y lo que más me atrae de ellos, no ser consciente de manipular las palanquitas y los botoncitos mientras haces la trazada a la perfección en un juego de carreras y todo fluye como si hubieras alcanzado el nirvana videojueguil, como escribe Steven Poole en "Trigger Happy" otro libro que te recomiendo, aunque seguramente también has leído.

    • Sí, aquí somos bastante scifionados. Visión Ciega es estupendo en sus ideas, quizá la narración es un poco obtusa pero los personajes (Sarasti, el vampiro) son alucinantes. Creo recordar que el el apéndice final del libro se habla de este fenómeno, junto al del vampirismo.

      No me he leído el segundo. Me lo apunto ¡gracias!

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